Vivir plenamente Archives - Walter Riso
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Las buenas maneras

¿Qué nos cuesta? La amabilidad como norma, como el motor de una convivencia mejor. Si no somos capaces de una ética sostenida, si no nos nace la compasión ni la generosidad se nos sale por los poros, es decir, si la virtud no ha tocado a nuestro ser, al menos, intentemos las buenas maneras, la urbanidad interpersonal. Los modales ayudan a que el respeto siga vigente. Yo sé que la diplomacia maneja cierta apariencia, pero que haríamos sin ella, ¿entrar en guerra? Es mejor el tacto, la mesura y el civismo, así  suene formal. Pensemos que un modo adecuado hará que el entorno inmediato se convierta en un microclima de paz, o mejor, en una coexistencia pacífica.

El maltrato genera malos tratos y en mucha más proporción, mientras el buen trato disminuye la irritabilidad de nuestros posibles agresores. Creamos nuestras propias consecuencias.  ¿Quién no ha visto alguna vez al bravucón quedar psicológicamente desarmado ante una actitud benévola y pacífica de su interlocutor? No hablo de ser héroes sino de  tener una vida menos violenta y estresante: relaciones adecuadas y correctas con el prójimo ¿Es mucho pedir? ¡Es tan fácil ser cortes! ¡Es tan fácil decir “no” con delicadeza! (Tengo mis serias dudas sobre poner la otra  mejilla, porque creo que existe la posibilidad de que me vuelen la cabeza. Si alguien nos golpea, habrá que defenderse, pero no ocurre todos los días).

¿Cómo reaccionarian los demás, si empiezas a practicar algunos de los siguientes comportamientos? 

Saludar. Sin mala cara ni con el gesto fruncido. Que el saludo refleje que no te olvidas del otro.

Ayudar a alguien más necesitado. El otro día pude observar como  todos miraban aterrados a un joven que le ofreció el asiento a una señora que venía llena de paquetes. 

Dar información veraz cuando nos la pidan. ¿Qué importa perder cinco minutos, si con eso generamos tranquilidad en un ser humano?

Escuchar activa y seriamente a quien nos habla. Nivelar la mirada, ni desde arriba ni desde abajo. Mirar a los ojos, estar atento. El mensaje implícito que harás llegar, será: “Lo que usted me dice, es importante para mí… ¡Usted me interesa como persona!”

Preguntar al otro: ¿Qué piensa? ¿Cómo se siente? ¿Qué hay de la familia? ¿Cómo van las cosas? Un amable: “Tu que piensas”, es el reconocimiento del otro como un interlocutor válido, es humanizar el diálogo, no importa de qué clase social sea.

¿Alguien ha reparado en el efecto que produce la sonrisa? Es un dique de contención contra la rabia. Una sonrisa oportuna genera calma, es una conexión profunda a la distancia, una confirmación implícita de que ambos estamos vivos y que no nos haremos daño. No es poca cosa.

Dar las gracias. Una palabra de profundo significado. Su función es notificarle a alguien que la actitud, el obsequio o la amabilidad llegó al receptor y se toma a bien; pero sobre todo es retribución,  gratificar al gratificador. Es la retroalimentación perfecta que sella un momento por lo alto. 

Si le damos la espalda al espacio vital donde nos movilizamos, vivimos, criamos hijos y echamos raíces, no tendremos con quién compartir lo cotidiano. Estar bien con los vecinos cercanos y con los vecinos más lejanos, es una necesidad que tiene que ver con la supervivencia, no del más apto, sino del más solidario. El prójimo de “próximo”, de proximidad física y geográfica y el prójimo del acercamiento humano. Ni siquiera me propongo amar a la humanidad toda, aunque algunos lo logran o más bien les nace, me conformo con ser lo suficientemente cordial para hacer cada día mejor o menos cruel a mis congéneres. 


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El resultado no siempre es importante

La experiencia me ha enseñado que las mejores cosas de la vida no suelen estar sujetas a la programación detallada y previsiva de necesidad de control, ni son el resultado de más sesudo análisis: sencillamente nos toman por sorpresa y a mansalva.

La felicidad, además de efímera es traicionera, casi siempre ataca por la espalda, no la vemos venir ni se anuncia, es discreta y silenciosa, como un beso inocente. En lo cotidiano, similar a las leyes de Murphi, cuánto mayor es el desespero por alcanzar un resultado, menos lo disfrutamos. Cuando hacemos a un lado el proceso y solo nos preocupamos por la meta, el placer se revierte, y nos golpea.

Obviamente, el cirujano plástico, el ingeniero nuclear, un investigador en genética molecular, el odontólogo, sólo para nombrar algunos, no pueden prescindir de los efectos. Aquí, la anticipación es necesaria para que el desenlace no se convierta en secuela. Sin embargo, aún en estos casos, si no se disfruta del procedimiento, el producto final estará contaminado.

Los taoístas hablan de sentarse en la cresta de la ola y dejarse llevar por la circunstancias disfrutando a cada paso, cada impulso y cada segmento, como si fueran un fin en sí mismo. El goce de  achicar los espacios hasta obtener un continuo de metas infinitesimales donde el asombro no tenga fechas preestablecidas ni objetivos fríamente calculados: asombro puro.

Afortunadamente hay cosas que todavía hacemos por hacer. Por ejemplo, aún hay gente que baila sin que el ego se les alborote para llamar la atención. Cuando bailamos por el simple gusto de bailar, sentimos las vibraciones con los huesos, nos acoplamos al compás y sencillamente flotamos. Los que danzan de verdad dicen que entran en comunión con la naturaleza física más elemental: la cuántica del movimiento.

¿Pero qué pasaría si de pronto alguien ofreciera cien millones de pesos a la pareja que mejor baile? ¿Qué ocurriría con la fluidez y espontaneidad de los pasos? La mente, que estaba medio adormilada, volvería al campo de batalla y se instalaría de inmediato en el futuro, tratando de obtener la recompensa: “Debo ganar”. Y en ese preciso instante,  seríamos víctimas de una extraña forma de artritis, se incrementaría el dolor lumbar, nos volveríamos más torpes y la sincronización cuerpo/mente dejaría de existir.  El miedo a perder nos volvería sordos, y el baile se convertiría en una tortura.

Cuando hacemos el amor, si somos psicológicamente sanos, no estamos midiendo el tiempo en llegar al orgasmo como indicador de potencia sexual: “Me encantó como lo hicimos, apenas nos demoramos quince minutos y treinta y dos segundos”. Cuando la pasión nos lleva  a besar y acariciar  a la persona que amamos, no tenemos expectativas sobre la presión de las caricias o cuántos centímetros tenemos que abrir la boca para que el acople lingual sea perfecto. Solo el deseo manda.

El peor enemigo de la espontaneidad es la preocupación por el resultado. Cuando hacemos sumas y restas todo el tiempo, la vida se convierte en una contabilidad insufrible. Muchas empresas entendieron que mantener la mira exclusivamente en los índices de venta relega a un segundo plano los pasos de la transformación del producto, que es donde interviene el factor humano. No me refiero a la cantidad sino a la calidad. Por eso hay camisas tontas, zapatos depresivos, empanadas indigestas y bebidas ridículas. No es un problema de fabricación, sino de pasión, de amor por lo que se hace. 

Repito, el problema no está en desligarse totalmente de las consecuencias de la conducta, ya que perderíamos la actitud previsora de resguardarnos a tiempo o podríamos caer en la más absurda irresponsabilidad, sino en saber cuando abandonar el final, para disfrutar del argumento.

Jugar por jugar, reír por reír, sembrar árboles sin esperar frutos, amar por amar, soñar por soñar, y por qué no, si el físico aguanta, correr por correr como lo hacía Forrest Gump, sin ir a ninguna parte.


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Cuando el ahorro se convierte en tacañería

Cuando el ahorro se convierte en tacañería
Cuando el ahorro se convierte en tacañería

Ahorrar es una buena costumbre. Al organizarnos con el uso del dinero creamos una actitud previsora que permite vivir más tranquilo y con cierta sensación de resguardo. No cabe duda, el ahorro es un comportamiento saludable, aconsejable  y recomendable. El problema empieza cuando la conducta de ahorrar se vuelve compulsiva. Cuando endiosamos la frugalidad y hacemos de la economía una forma de vida, estamos en los fangosos terrenos de la mezquindad. Como cualquier otro vicio, la tacañería produce placer en los que la practican y sufrimiento en los que lo rodean.

Los viejitos “platudos” y avaros suelen decir que las grandes fortunas se hacen cuidando el centavo. Buenos colegios, seguros que lo cubren todo, hospitales de primera y un paseo al año. Pero en la vida cotidiana, el control es asfixiante. Algunos le cobran intereses usureros a sus hijos, otros se niegan a repartir la herencia en vida (aunque sepan que deberían vivir varias vidas para “comerse el capital”) y otros se niegan a toda costa a servir de fiadores, no importa de quien se trate. Acaparar es casi que coleccionar. Estos personajes, compilan billetes como si fueran estampillas. Conozco un señor que se levanta a la madrugada, abre su caja fuerte, saca títulos, dólares, escrituras y otros valores y se sienta a mirarlos como si se tratara de una obra maestra: éxtasis monetario. Por lo general, los cicateros suelen tener un entierro de ricos y vida de pobres.

Una señora de casi cincuenta años, bastante adinerada, para ahorrarse la visita médica donde su ginecólogo, se viste con ropa vieja y hace fila en el Seguro Social para no pagar el costo de la consulta. Otro señor, que se llama a sí mismo “metódico”, tiene todos los alimentos bajo llave y hace un inventario diario de lo que hay en la nevera. Su esposa e hijos deben decir qué van a consumir y anotarlo en una planilla. Conozco un señor económicamente solvente que se vanagloria porque se pasa los peajes sin pagar, porque le parecen caros. Una prestigiosa profesional, solamente lava su ropa a la tercera o cuarta postura, porque se “gasta”. El dios dinero hace desastres y nubla la razón.

Una cosa es la sencillez y otra ser miserable. De tanto cuidar lo que se tiene, no se disfruta, y de tanto amarrar los bienes, se va creando la idea distorsionada de que se es pobre sin serlo. Muchas personas tacañas juran y se autoengañan hasta convencerse a sí mismas que realmente no tienen recursos: “Estoy ilíquido” (la carencia de liquidez es una nueva forma de pobreza).  Muchas personas económicamente humildes viven mejor, se dan más gusto y tienen una mejor calidad de vida. 

Cuidar lo que se tiene es importante, pero no usufructuarlo alegre y despreocupadamente es codicia.  Darse gusto no significa derroche, y autorreforzarse no implica despilfarro. El dinero es un medio y no un fin. Muchas personas guardan celosamente vajillas, manteles, joyas y otros enseres “finos” (algunos ya amarillentos desde el matrimonio) y no los usan en el diario vivir ¿Para que los tienen si no los disfrutan? Se nos pasan los años esperando la “ocasión especial” que nunca llega. Nuestro closet es fiel testigo de las estupideces que almacenamos por un culto al ahorro exaltado y mal entendido.

No estoy defendiendo los “manisueltos”, sino criticando los manicortos. Los que creen que valen por lo que tienen, los que sufren con el mínimo exceso, los que hacen cuentas a cada instante, los que inculcan el miedo a gastar, los que se sienten culpables de la autorrecompensa y los que son egoístas con sus seres queridos.

Si publicitamos la moderación económica exagerada estaremos fortaleciendo la avaricia y la mezquindad. Y no hay avaricia sin envidia, y no hay envidia sin agresión. Hay que ahorrar cuando se puede, y hay que darse gusto cuando se quiere. Ese punto medio donde la autoestima y el autocontrol se dan la mano, se puede aprender y vale la pena enseñarlo.


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El amor y los nuevos valores

El amor y los nuevos valores

Si queremos modificar los paradigmas que tenemos sobre las relaciones afectivas, debemos revisar nuestras concepciones tradicionales sobre el amor en general y el amor de pareja en particular a la luz de un conjunto de valores renovados. En realidad, no sé si Dios es amor, pero de lo que estoy seguro es que el amor interpersonal humano, el que nos profesamos en el día a día y aquí en la tierra, está bastante lejos de cualquier deidad.

Hay al menos cuatro “valores” que han sustentado un amor convencional negativo para la salud mental, los cuales llevamos a cuesta como una obligación histórica que trasmitimos de generación en generación mecánicamente. Gran parte de nuestras relaciones interpersonales y afectivas se rigen por estos principios, que insisto, hemos incorporado a nuestros esquemas como verdades absolutas. Mientras exista este fundamentalismo sentimental estaremos condenados a un sufrimiento absurdo que nos impide vivir el amor de manera libre y relajada.

El primer valor a revisar es el de la fusión amorosa. La obstinación de querer ser uno donde hay dos. “Mi media naranja”, “Mi complemento”, “Mi alma gemela”: pura adicción, pura simbiosis. Un solo espíritu, una sola alma, un solo cerebro, un manojo de ideas amalgamadas hasta el hartazgo. Adiós al asombro. Las “almas gemelas”: ¿no sería mejor, más fácil y pragmático, al menos para los que no vivimos en el “plano astral”, buscar una forma de unión más aterrizada? ¿Qué hacer?: cambiar la fusión por el valor de la solidaridad: estar unidos, en comunidad y de manera participativa. Dos individualidades que se vinculan, porque amar la diferencia es amar dos veces. Estar sindicalizados en el amor.

El segundo valor es el de la generosidad amorosa. No es que esté a favor de la tacañería, lo que ocurre es que en la relación de pareja siempre esperamos algo (en la generosidad no). Si eres fiel, esperas fidelidad; si eres tierno, esperas ternura; si das sexo, esperas sexo, en fin: esperamos. Es más saludable agregar a los brotes espontáneos de generosidad, el valor de la reciprocidad. Justicia distributiva (Aristóteles) y justicia conmutativa (Santo Tomás). El amor recíproco da y recibe. Amor de ida y vuelta, equilibrado, justo, ético. No milimétrico, sino proporcionado.

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El tercer valor es la obligación o el deber conyugal. Las relaciones afectivas cuyo vínculo se instala sobre la base de los imperativos se van agotando a sí mismas. La relación amorosa no puede ser una exigencia. No se trata de estar con quien porque se debe estar, sino estar con quien se quiere estar. Los deberes son necesarios para cualquier tipo de convivencia siempre y cuando no afecten la dignidad de nadie. El deber razonable y bien concebido es un cimiento para el respeto, pero el deber inexorable e irracional tiende a justificar todo tipo de violaciones. Hay que convivir con el deber razonable y pasarle por encima al deber irracional. Es mejor completar las obligaciones, contratos y juramentos con el valor de la autonomía. Autogobierno, independencia personal con ayuda de la razón. ¿Cómo potenciar el “yo auténtico” si no somos libre de desear lo que queremos y de afirmarnos en lo que pensamos?.

El cuatro valor es la tolerancia. Si alguien dijera yo tolero a mi pareja, no apostaríamos cinco centavos por esa relación ¿Hay que tolerarlo todo? Obviamente no. Al igual que cualquier principio de vida, hay que fijar límites. Aunque la palabra tolerancia posee una acepción positiva (pluralismo, democracia), “tolerar”, de acuerdo a un reconocido diccionario de sinónimos, también quiere decir: soportar, aguantar, sufrir, resistir, sobrellevar, cargar con, transigir, ceder, condescender, compadecerse, conformarse, permitir, tragar saliva, sacrificarse. Es más inteligente recurrir al valor del respeto. Reconocer al otro como un interlocutor válido, que tiene algo importante qué decir y a quien vale la pena escuchar en serio. Mucho más que tolerar, sin duda.

Los cuatro valores guía que he propuesto tienen arraigos en grandes movimientos a favor de la dignidad. Los tres primeros responden a la Declaración de los derechos del Hombre y el Ciudadano y el cuatro valor se desprende claramente de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El amor saludable y valioso, es compatible con ambas manifestaciones.


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Odiar es muy fácil

Odiar es muy fácil

Odiar es muy fácil, amar es un poco más difícil. Desear la destrucción del prójimo ocurre con una facilidad incomprensible considerando sus implicaciones éticas y psicológicas. Lastimar innecesariamente a otros, basados exclusivamente en la idea del “ojo por ojo” o en el código antisocial de la venganza, parece ir en contra de toda ley natural, y aún así ocurre. Odiar es desearle lo peor a otro ser humano. No es la defensa adaptativa ante un ataque, sino el recordatorio, la alimentación permanente del sentimiento negativo. El odio no se extingue ni se agota cuando lo utilizamos, más bien se ahonda y se refuerza a sí mismo, durante meses, años o siglos. De manera similar a lo que ocurre con la dependencia a la drogas, el odio no se sacia, el organismo no es capaz de procesarlo y absorberlo hasta alcanzar el equilibrio.

El esquema del odio se autoperpetua en una espiral infernal. Cuando se intenta equivocadamente aliviar la sed de venganza matando a alguien, es posible que la familia o los amigos de la víctima también recurran a la violencia para “resarcir” la cuestión, lo que hará que los nuevos afectados reaccionen nuevamente con violencia. La herencia de la muerte que se trasmite como un legado de “honorabilidad”, de generación en generación, de momento a momento. Paranoia, abuso, acción y reacción, defensa y ataque, la filosofía de la guerra. El odio es el patrimonio de los depredadores humanos (los animales no odian, solo sobreviven), la justificación emocional que «legaliza» la aniquilación de las víctimas.

El encono emocional extermina el amor, porque se opone a la existencia de la persona. Es lo del amor espinosista, tal como lo define Comte-Esponville: “Amar es la alegría de que el otro exista”. En cambio, odiar es negar la existencia ajena, proclamar su “no ser”: “Me da rabia de que existas”.

Pero el odio, también adopta formas menos dramáticas y genocidas. No siempre atacamos a mansalva, no siempre la agresión manifiesta se impone. En ocasiones la ira se reprime y la ira se transforma en rencor, en resentimiento, en furia no resuelta que se instala en la memoria emocional y no nos deja en paz. No hay tranquilidad si mi mente está empeñada en desear el mal. Odiar quita tiempo, exige una gran inversión de recursos y amargura, por eso es que el aborrecimiento sostenido enferma a quien lo siente.

Y también genera tristeza, degradación de la vida. Nadie puede crecer en el odio ni acercarse siquiera a la felicidad porque se opone al hecho mismo de vivir, a la naturaleza del universo. La aversión obsesiva hacia otro ser vivo nos quita la opción de la convivencia y nos ubica en un campo de batalla minado de negativismo y miserias.

No digo que todo el mundo deba caernos bien. Hay rechazos muy viscerales. De lo que hablo es de la animadversión vital, de la necesidad imperiosa de querer provocar el mal a un semejante, de disfrutar su desgracia, de recrearse en la malevolencia.

¿El tiempo todo lo cura?

Dudo de que sea así. A veces el tiempo alimenta el sentimiento negativo y lo hace más nocivo. Es mejor estar a favor de la vida, es más saludable disfrutar la paz y más alegre regocijarse en el amor.

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El arte de sentirse fracasado, sin serlo

El arte de sentirse fracasado, sin serlo

En psicología se explica que los humanos establecemos todo el tiempo atribuciones sobre las posibles causas de lo que nos ocurre. Por ejemplo: si te sientes mal por cometer un error puedes escapar al desasosiego haciendo atribuciones externas (la causa del error no dependió de mí), inestables (es probable que no vuelva a ocurrir) y específicas (no ocurrirá en otra situaciones distintas) sobre el fracaso.

Veamos dos formas de encarar un mismo problema. La primera te libera y la segunda te hunde y te acerca a la sensación de fracaso:

  • Supongamos que te vaya mal en un examen y aplicas este tipo de atribuciones: piensas que el profesor exigió demasiado (causa externa), que la insuficiencia académica es un hecho aislado y no tiene por qué volver a ocurrir (causa inestable) y que esta falla no afectará otras materias (causa específica). Una persona que piensa así, si es realista, honesta y asume su responsabilidad real, no se sentirá mal ante el fracaso ni se autocastigará. Se tratará con cuidado y respeto. No pensará que es un desastre, ni atribuirá todo el fracaso a su persona como consecuencia de una generalización irracional. Se dará otra oportunidad.
  • Supongamos ahora el caso opuesto, que ante un mal resultado en un examen la persona pensara que la causa es: interna (“El error dependió totalmente de mí”, “Soy el responsable único de lo ocurrido”), estable (“Siempre me ocurrirá lo mismo”) y global (“Seguiré fallando en los exámenes de distintas materias”). Con este razonamiento la conclusión y rotulación final es apenas obvia: «Soy un fracaso, no soy capaz, soy una persona poco inteligente y no tengo forma de evitarlo». Atrapado en la más profunda decepción de uno mismo.

Es este segundo caso el que te llevará indefectiblemente a la depresión si lo aplicas con frecuencia, ya que asumes toda la responsabilidad del hecho sin atenuantes e injustamente y lo atribuyes de manera categórica a tu escasa capacidad intelectual. Inescapable. Además, como si no fuera suficiente, haces un pronóstico catastrófico de tiempo y lugar a seguir fracasando en cualquier situación académica ¿Cómo podrías sentirte bien pensando de esta manera?

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Aunque te parezca extraño, muchas familias y centros educativos estimulan este tipo de reflexiones pensando que si te exiges exageradamente y vez un futuro gris te pondrás las pilas para evitarlo y aprenderás a ser mejor a base de sufrimiento y una autoexigencia despiadada. Los psicólogos cognitivos decimos que esta manera de interpretar los hechos negativos (atribuciones internasestables y globales para el fracaso), llevada al extremo, te arrastrará a sentirte un miserable y profundamente imperfecto, sin serlo.


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La personalidad culposa

La personalidad culposa

Cuando la culpa se convierte en hábito o rutina, aparece lo que los psicólogos cognitivos llamamos personalización.

Esta distorsión mental hace que algunas personas, por aprendizaje social, se conviertan en esponjas culposas. Todo lo malo que ocurre a su alrededor se lo atribuyen a sí mismas, aunque no tengan nada que ver. Una percepción equivocada les lleva indefectiblemente a la conclusión: «Es mi culpa” ¿Costumbre masoquista? Quizás, pero también infantil e inmadura, porque en el fondo existe un egocentrismo magnificado que les indica que todo tiene que ver con ellos, como si fueran el centro del universo. En resumen: la personalización es  la mala costumbre de atribuirse la responsabilidad ante determinados eventos externos, sin tener en cuenta otras explicaciones posibles. Es ponerse en el ojo del huracán cuando a veces ni siquiera hay huracán.

Una paciente, a quien su marido había dejado por otra mujer, me decía: «Él no tiene la culpa, la tengo yo». Yo le respondí: «¿Por qué me dice esto? Usted fue una buena esposa y madre, siempre estuvo a su lado cuando él la necesitó, fue leal, buen amante, confiable, ¿por qué ahora me dice que es la principal culpable?». Luego de pensar un momento, volvió a lo mismo: «Debería haber hecho más esfuerzo, haber dado más de mí. Él es una gran persona, yo fui poca cosa para él». Personalización a la enésima: siempre estar por debajo y culpable. El historial del hombre que había sido su marido no era el mejor, lo que ponía en duda aquello de «una gran persona»: infidelidades a granel, mal trato, indiferencia, frialdad sexual, egoísmo y muchos brotes narcisistas, en fin, un agujero negro afectivo. Y ella, haciendo caso omiso a la realidad afectiva de su matrimonio, confirmaba mágicamente una responsabilidad personal inexistente,  como si un instinto de culpabilidad la arrastrara desde lo más profundo de su ser. Si tienes la manía de hacerte responsable por todo lo que te ocurre, no lo dudes, pide ayuda profesional.  La tendencia de apropiarse de la culpa irracionalmente,  no te hace mejor persona, te enferma. La culpa compulsiva es una patología, así algunos la vean como una forma de excelencia y redención humanitaria.


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El culto al dinero

El culto al dinero

Algunos coleccionan billetes como si fueran estampas, se identifican con el patrimonio y sus riquezas en un oscuro proceso de fragmentación del yo. Juntar dinero de manera obsesiva y compulsiva es una adicción como cualquier otra, que afecta el bienestar psicológico del que atesora. Si la gente vale por lo que tiene se pierde el lado humanista de la existencia: “Me siento orgulloso de mi automóvil, de mi lujosa casa, de mi ropa…”. ¿Y qué hay de uno mismo? No exageremos, estar contentos por algunos privilegios, es una cosa, pero creer que la valía personal está en las marcas que me cuelgo o en el celular ultima generación que muestro a diestra y siniestra, ya es haber perdido el norte. Los que han sido infectados por el virus del hiperconsumismo viven en un limbo difícil de contrarrestar. Sería inútil explicarles que las cosas que obtienen no son ellos, que ellos son mucho más que las mercancías que consiguen, que si te felicitan por las cosas materiales que posees solo significa eso, que te rodean objetos agradables y confortables, pero que no tienen nada que ver tu ser, así te creas el cuento del estatus.

Séneca, en las Epístolas a Lucilo (Libro IX, 80, 10), se refiere a la “Superioridad de la vida del alma” y a “La felicidad en la pobreza”. No es que haya que estar por debajo de la línea de pobreza absoluta para ver el Nirvana o sentir el Paraíso, simplemente alerta sobre el delirio de grandeza que inspira el apego a la riqueza. En sus palabras: “Si quieres sopesarte a ti, deja aparte el dinero, la casa, los honores; contémplate a ti mismo en tu interior; ahora tu valía la juzgas según el criterio ajeno”. En otras palabras: si te sopesas mal, empezarás a competir y compararte con todo el mundo, porque si tu autorrealización depende de la declaración de renta y los bienes disponibles, verás en cada ser humano un contrincante potencial. Cuando tu amigo se compre una finca, querrás una igual o mejor (asi no te guste mucho el campo); cuando tu amiga reforme la cocina, ya no te gustará la tuya; si alguien cercano se muda a un sector más “clasudo”, ya no te agradará el barrio donde estás ahora. Tus señales de seguridad no dependerán de ti.

El culto al dinero nos ubica en lo superficial, en las necesidades banales, en el sueño de una fastuosidad que nunca llega o, si llega, no dejará de hacerlo con una carga ineludible de estrés y miedo a perder lo que se obtuvo. Séneca también afirma que podemos buscar algunos bienes con decoro, sin desesperación, disfrutarlos mientras los tenemos, pero sin perder de vista que estamos dispuestos a prescindir de ellos en cualquier momento. El siguiente ejercicio es útil: poner algunos objetos de valor sobre la mesa y quedarse un rato mirándolos, sin recelo y sin vanagloriarse, solo mirarlos para luego decirse con toda honestidad: “Yo los tengo a ustedes, ustedes no me tienen a mi”. El afán por la riqueza nos lleva a distorsionar las posibilidades reales de conseguir lo que deseamos, como querer comprar amistades, amor, respeto, dignidad y otros intangibles que simplemente no tienen precio.

En situaciones límites cuando la propia vida pende de un hilo, cuando algún ser querido esta en peligro, cuando nos quedamos solos o cuando se derrumba lo vital, nuestras posesiones pierden todo sentido, su valor decrece hasta la mínima expresión. No digo que hay que vivir debajo del puente, lo que pretendo es decir lo que todos de alguna manera ya sabemos, pero evitamos enfrentarlo. La psicología moderna ha demostrado, sin dudas, que las motivaciones internas, son mucho más satisfactorias y beneficiosas que las motivaciones externas. Estar bien con un mismo, con la gente que amamos, en armonía con el cosmos, habitar la cotidianeidad relajadamente, eso es lo importante. Tener metas proporcionadas, donde lo externo sea un soporte para desarrollar las propias fortalezas, y no a la inversa. Recuerdo una anotación hecha por el historiador Diógenes Laercio hace poco menos de dos mil años, en la cual señala que luego de inspeccionar varios puestos de venta, Sócrates solía decir sorprendido: “¡Cuántas cosas no necesito!”.


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Resistencia a la tentación y culpa

Resistencia a la tentación y culpa

No cabe duda que el autocontrol bien administrado y regulado sea una virtud y una competencia que permite relacionarse mejor con uno mismo y los demás. Si no caemos en el extremo de la constipación psicológica y afectiva, tener la impulsividad bajo vigilancia nos evita muchas complicaciones.

Sin embargo, no todas las formas de autocontrol son saludables, ya que muchas de ellas conllevan mecanismos y procesos perjudiciales para la mente y el desarrollo de nuestras fortalezas.

Con el fin de que la gente acate las normas preestablecidas que se consideran deseables, la cultura y los métodos de enseñanza que de ella se desprenden suelen hacer uso, al menos, de dos formas de control externo.

La primera es la resistencia a la tentación, la cual consiste en crear miedo a violar la normativa. Los que siguen esta pauta suelen hacer uso de un estilo educativo donde se castiga psicológica o físicamente al niño si hace algo inadecuado o no cumple las ordenanzas familiares, escolares o sociales. Si no se respeta lo prohibido, llega el aversivo, el dolor o la molestia, de tal manera que, con el tiempo, pensar en “actuar indebidamente” generará una serie de manifestaciones psicosomáticas (sudor, taquicardia, desasosiego, ansiedad) debido a la anticipación del castigo. El pensamiento inhibidor es como sigue: “No haré tal cosa porque me lastimarán si lo hago”. Es el caso del ladrón que no roba por miedo a la pena, pero si estuviera seguro de que jamás lo pillarían, no dudaría en robar. Esta forma de autocontrol puede ser efectiva para quienes violan la ley, pero es precisamente el dominio de sí mismo que se espera de un proceso enseñanza-aprendizaje saludable, ya que la “evitación de la falta” se centraliza en la sanción y el escarmiento que se recibirá y no en la creencia del comportamiento correcto. Insisto: nadie niega que debe haber penas por los delitos cometidos, lo que quiero señalar es al mecanismo interno que impide la acción, su lado preventivo. Es menos contraproducente y más eficiente como método pedagógico crear valores basados en convicciones cognitivas (“No hago esto porque va en contra de mis principios o porque no lo creo correcto”), que pegarse al miedo anticipado.

La educación por culpabilidad transita un camino similar, aunque lo punitivo es más sutil. Por ejemplo, si un niño comete una falta, los adultos cercanos pueden mostrarse decepcionados, tristes, dolidos. La estrategia consiste en hacer que los padres se “sientan bien” si el niño pide disculpas y se autocastiga de algún modo. Ni bien el infante acepta compungidamente que se portó mal, que cometió un error, que ha sido un estúpido o que se arrepiente profundamente (algunas veces debe reconocer que es sucio o malo), los educadores cambian su actitud inquisidora, sonríen, se ven alegres, agradecen y refuerzan directamente, de forma verbal y/o física. Así, con el tiempo, esta forma de relacionarse produce el siguiente imperativo: “No me comportaré inadecuadamente, porque no quiero arrepentirme luego: prefiero controlarme a sentirme culpable”. Si en la resistencia a la tentación el miedo es al castigo físico y/o psicológico, en la educación por culpabilidad, el temor es al sentimiento de culpa.

A través del castigo y el dolor no se interioriza nada nuevo, solo se aprende a evitar lo que es negativo para uno. El castigo sistemático e indiscriminado interfiere la comunicación y la víctima tiende a asociar al castigador con las sensaciones de angustia. Algunos dirán que “una pizca” de culpa y miedo a la sanción es recomendable a veces, y es posible que así sea, pero el tema no solo es de “cantidad” sino del manejo que se hace de la misma. Existe una culpa racional, no autodestructiva, que me lleva a reparar la falta y existe un miedo racional y objetivo, que me permite alejarme de lo que verdaderamente es peligroso. La pregunta es si el autocontrol que inculcamos a nuestros niños es tan racional y objetivo como pretendemos. La reflexión queda abierta.


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Para intentar ser feliz, hay que ser realista

para intentar ser feliz, hay que ser realista

Kant afirmaba que la felicidad es la satisfacción de todas nuestras necesidades, es decir, una felicidad tan inalcanzable como angustiante porque viviríamos en un estado de constante frustración. Esta dicha idealizada, paradójicamente, se convierte en un aversivo, ya que la calma se pierde ante una exigencia conceptual desproporcionada y especialmente rígida. “Todas las necesidades…”, es mucho pedir para seres tan imperfectos como nosotros.

La certeza solo existe fuera de este mundo y, a no ser que sigamos a Pascal, la mayoría espera sentirse bien aquí en la tierra: si para ser feliz debo esperar otra vida, pues no tiene sentido plantearme cómo quiero pasarla bien en ésta.

La búsqueda de la felicidad es una aspiración que acompaña al ser humano desde sus orígenes, así le hayamos puesto distintos calificativos a lo largo de la historia. El hombre, de manera consciente o inconsciente, se siente impulsado, tanto hacia el placer voluptuoso, como hacia la tranquilidad del alma, el regocijo sereno y un bienestar que vaya más allá de la turbulencia inmediata de las sensaciones. Los griegos la llamaban: eudaimonismo.

Habría que preguntarse si cuando hablamos de felicidad estamos hablando de un estado, un lugar al cual hay que llegar, un Nirvana, o si más bien nos referimos a un proceso y un camino por dónde transitar, obviamente con sus altibajos inevitables. Una actitud más realista sobre la felicidad implicaría asumir dos premisas: (a) que ella no se encuentra en las metas sino en la forma de alcanzarlas y, (b) que ella no responde al principio del todo o nada (puedes ser más o menos feliz).

Un pregunta que aún no ha sido respondida adecuadamente se refiere a si la felicidad se genera más ante la recepción de estímulos positivos o a ante la eliminación de los estímulos negativos. Según expertos en el tema, cuando en las encuestas los individuos responden que sí son felices, esto no significa que ellos estén constantemente alegres y plenos, sino que no son desdichados. Si alguien ha pasado por momentos adversos y difíciles y en consecuencia se ha sentido profundamente abatido y deprimido, valorará a no sentirse así en el futuro. “¿Usted es feliz?”: “Pues no estoy en la olla, he tenido momentos muy malos y afortunadamente ya he salido de ellos… Estoy bien…”. Una felicidad más modesta, más realista, menos eufórica, más inteligente dirían algunos. Es el placer estático de Epicúreo: agradecimiento de que no haya dolor y una buena dosis de frugalidad que otorga la sabiduría: “Tráeme un queso y un pan que quiero darme un festín”. Estar lejos del padecimiento también es alegría, es una condición necesaria para sentirse feliz o no sentirse desdichado.

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Finalmente, un tercer aspecto surge cuando se estudian las relaciones entre deseo y felicidad. Según Hobbes, el ser humano siempre quiere más y no puede vivir sin desear, pero como el deseo es carencia, solo estaremos motivados si nos falta algo. Dicho de otra forma, si la felicidad es la obtención de todos mis deseos, ¿qué mantendrá mis ganas de vivir, luego de obtenerlos?, ¿dónde encontraríamos reposo? Porque de ser así, habría que estar siempre con la mirada puesta en el futuro, cuando lo que atestiguan las tradiciones espirituales y filosóficas más serias, es que la serenidad que acompaña la felicidad solo se obtiene en el presente. En otras palabras, la estrategia que se recomienda es traer el deseo al aquí y al ahora y quitarle la connotación temporal: desear (disfrutar) lo que se tiene y lo que se esta haciendo.

Dicha realista: establecer una relación inteligente con uno mismo, no andar por la nubes ni sobre exigirse con imperativos irracionales. Yo empezaría por la ausencia del sufrimiento, que ya es mucho, que es una gracia, y como toda gracia, un goce.


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La conciencia de existir

La conciencia de existir

Séneca recomendaba que por las noches, antes de acostarse, había que preguntarse si realmente hemos vivido ese día, porque cada jornada es un regalo. Vivir con las ganas puestas a cada momento, implicados en lo que hacemos y lo que dejamos de hacer.

Seguros y coherentes para que “la fuerza de existir” nos empuje a mantener activo nuestro ser y a evolucionar al máximo. La esencia que nos define jamás se conforma, la “voluntad de poder” induce: queremos ser mejores y perfeccionar nuestro yo; no importa la clase social, la inteligencia o la fama, la naturaleza nos induce a crecer psicológicamente: ser más, si se puede.

“¡He vivido! ¡Con cada parte de mi cuerpo y de mi mente, a cada instante, persistentemente!”. Es la sensación de que nos hemos jugado por lo que creemos, que nos hemos apropiado de lo que somos, a la máxima expresión. Vivir implica estar comprometido con el propio yo, de tal manera que nada importante se nos escape, que cada ilusión y cada sueño cuente: percibir cada cosa con intensidad, recordar con lujo de detalles, fantasear descaradamente, gustar y degustar, sentir de veras, pensar de veras, atentamente, con la vitalidad imprescindible de quien no se resigna a perder. Bajar las defensas y dejar que los cinco sentidos se multipliquen.

Es verdad que no siempre andamos enchufados a la mayor capacidad, pero eso no significa que debamos entregarnos a la apatía del insensible. ¿Dónde está la belleza? Pues en cualquier parte. Tropezamos todo el tiempo con ella, pero no la vemos. ¿Qué puedo descubrir si estoy encerrado en mí mismo, esperando el nirvana o algún paraíso perdido? El sabio no busca la eternidad, ya habita en ella. Insisto: el plan es bajar los umbrales sensoriales para que la experiencia entre y nos sacuda. La gente se resigna al letargo, a la parálisis de los sentidos que ya parecen callos.

Haber vivido cada día de verdad es también reafirmar los papeles que hemos aceptado llevar a cabo. Si soy padre, pues seré un padre con mayúsculas, un buen padre, un padre dispuesto. Si soy esposo o esposa, pues me lo tomaré en serio y haré que mi pareja reconozca positivamente mi presencia. Si voy a trabajar en algo, trabajaré lo mejor posible. Si soy hijo, pues no lo seré de tanto en tanto, abrazaré a mis padres como si fuera el último día. El yo es información organizada sobre lo que pienso, hago y siento, sobre las aquellas creencias, motivaciones y valores más arraigados, que necesitan actualizarse y revisarse para no perder la identidad y fortalecerla.

¿Quién puede decirse a sí mismo, honestamente y con plena certeza: “he vivido”? No muchos. Unos pacientes me decían que vivían a ratos, porque la mayor parte del tiempo los invadía un sentido de despersonalización, es decir, cierto desconocimiento de quienes eran. La automatización, el hábito que se repite obsesivamente, no es vida. Vivir requiere de cierta audacia y bastante experimentalismo: vive quien corre riesgos saludables, los demás vegetan. Alguien afirmaba: “No soy yo el que vive… Soy un espectador de mí mismo…”. Fragmentación del ser que no se reconoce, que no se registra en lo íntimo, que se pierde en la sombra que se persigue a sí misma.

Resignarse a lo que no nos gusta, a lo que afecta nuestros principios, a lo que no va con uno, es quitarle fuerza a la vida; es vivir menos, es conformarse con otro yo que internamente se violenta y se apaga. Vivir no solo es respirar, es hacer revoluciones, crear utopías de todo tipo, renovarse, recrearse, vencer los miedos, superar las dudas, y muchos etcéteras más. Seneca tenía razón, si hemos vivido hoy, queremos repetir mañana.


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El placer es el «ya», y el deseo, el «después»

El placer es el "ya", y el deseo, el "después"

Deseo y placer. La mente los mezcla en una dimensión temporal y se confunde. El deseo es el placer proyectado en el tiempo, la anticipación de la alegría, el goce o la felicidad. El placer es el “ya”, y el deseo, el “después”.

Presente y futuro. Pero si el desear es un acto determinado por la carencia, por lo que no tenemos y añoramos obtener, cabe preguntar: ¿en qué se convierte cuando lo alcanzamos? Ya no sería privación o escasez, ya que estaríamos haciendo uso del objeto del deseo, degustándolo, consumiendo y agotándolo. Una vez llegamos a la cima, ya no vemos la cima. En ese momento, la psiquis transforma la avidez augurada, en placer contante y sonante. Una vez saciados, a otra cosa, hasta que el deseo empuje de nuevo para eliminar el aburrimiento. Parecería que para el deseo no hay presente, su dinámica fluctúa entre el recuerdo de las sensaciones vividas y la expectativa de concretarlo. Cuando pasa por el presente, no lo identificamos con claridad.

Epicúreo fue el que más se aproximó a una comprensión verdadera de este juego tiempo/placer. No solo lo conceptualizó, sino que lo puso en práctica. Para él y sus discípulos hedonistas, el “goce de vivir” fue el “arte de vivir”. El bien supremo no era la virtud en sí misma, sino el placer saludable y la felicidad asociada. Epicúreo deseaba lo que tenía, las “ganas” se convertían en potencia de vida, en autorrealización, en una fuerza por existir cada vez más, sin mojigatería ni doble moral. Es decir: era un modo de vida, como diría el filósofo Pierre Hadot.

Un punto del epicureísmo que me parece vital, es la diferencia que se establece entre el placer cinético (causado por un estímulo que llega, nos impacta positivamente y/o cubre una necesidad: tengo hambre y tomo alimentos, tengo sueño y duermo, estoy bajado y pruebo estimulantes) y el placer estático (el disfrute reposado y pacífico, el placer fundamental) que se obtiene cuando estamos en una situación “sin dolor”, debido a que el aversivo desparece o se controla y el balance interior ha sido recobrado. El estado estático ideal, el del hombre sabio, ocurriría cuando se logra disfrutar de “la ausencia de una necesidad” bastante tiempo después de que el dolor se ha ido: por ejemplo, el placer de no tener sed, sueño, hambre, ansiedad, de no estar solo, enfermo o en desamor. En fin: el agrado del “no”.

Pero como resulta obvio, esta ausencia del malestar suele pasar desapercibida por nosotros, a no ser que sea reciente. Nadie está feliz porque no tiene una espina clavada o no le duele una muela, si eso le ocurrió hace años o meses. Nadie se alegra de “estar sano”, si no acaba de salir de una enfermedad (se nos olvida muy rápido por lo que pasamos). Pocos agradecen tener una buena pareja, un buen trabajo, unos buenos hijos, amigos y estar vivo, simplemente por que sí. Nos acostumbramos a la ausencia de dolor, al estado simple y maravilloso de estar sin la tortura. No niego que haya estímulos que nos sacudan, y que si no son dañinos conforman el picante de la vida, pero lo otro, lo ya resuelto, lo cotidiano, el sosiego que habitamos por no estar hambrientos, sin achaques o sin padecimientos en general, lo ignoramos. Lo damos por hecho. Creamos una amnesia al “placer del no sufrimiento”, quizás porque sea una felicidad que entra por la puerta de atrás. Estar atentos a los placeres estáticos, que son miles, haría que la alegría de vivir fuera inmensa: desearíamos y disfrutaríamos lo que tenemos, no solamente lo que quisiéramos tener. Recuerdo un señor sobreviviente de la guerra civil española, que había decido mantener activo el placer de una comida digna y un buen vaso de vino después de las angustias pasadas. Cada almuerzo y comida se le veía sonreír para sí.

Algunas religiones cuentan con ritos de “agradecer a Dios” que pueden ser vistos como una forma de atención consciente a la dicha estática. Queda claro que no hablo de resignación o abandono de sí mismo. No me refiero a reprimir el placer, sino a ampliarlo hasta abarcar el presente. Traer el deseo al “aquí y el ahora” es resaltar la dicha que conservamos y no vemos. La serenidad de la mente es una condición que permanece más allá de estímulo-respuesta. Se trata de sentir la plenitud del ahora, el placer de un reposo auténtico donde la percepción del “no dolor” sea cada vez más consiente. Algunos hablan de gratitud.


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