Satisfacción Archives - Walter Riso
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Las buenas maneras

¿Qué nos cuesta? La amabilidad como norma, como el motor de una convivencia mejor. Si no somos capaces de una ética sostenida, si no nos nace la compasión ni la generosidad se nos sale por los poros, es decir, si la virtud no ha tocado a nuestro ser, al menos, intentemos las buenas maneras, la urbanidad interpersonal. Los modales ayudan a que el respeto siga vigente. Yo sé que la diplomacia maneja cierta apariencia, pero que haríamos sin ella, ¿entrar en guerra? Es mejor el tacto, la mesura y el civismo, así  suene formal. Pensemos que un modo adecuado hará que el entorno inmediato se convierta en un microclima de paz, o mejor, en una coexistencia pacífica.

El maltrato genera malos tratos y en mucha más proporción, mientras el buen trato disminuye la irritabilidad de nuestros posibles agresores. Creamos nuestras propias consecuencias.  ¿Quién no ha visto alguna vez al bravucón quedar psicológicamente desarmado ante una actitud benévola y pacífica de su interlocutor? No hablo de ser héroes sino de  tener una vida menos violenta y estresante: relaciones adecuadas y correctas con el prójimo ¿Es mucho pedir? ¡Es tan fácil ser cortes! ¡Es tan fácil decir “no” con delicadeza! (Tengo mis serias dudas sobre poner la otra  mejilla, porque creo que existe la posibilidad de que me vuelen la cabeza. Si alguien nos golpea, habrá que defenderse, pero no ocurre todos los días).

¿Cómo reaccionarian los demás, si empiezas a practicar algunos de los siguientes comportamientos? 

Saludar. Sin mala cara ni con el gesto fruncido. Que el saludo refleje que no te olvidas del otro.

Ayudar a alguien más necesitado. El otro día pude observar como  todos miraban aterrados a un joven que le ofreció el asiento a una señora que venía llena de paquetes. 

Dar información veraz cuando nos la pidan. ¿Qué importa perder cinco minutos, si con eso generamos tranquilidad en un ser humano?

Escuchar activa y seriamente a quien nos habla. Nivelar la mirada, ni desde arriba ni desde abajo. Mirar a los ojos, estar atento. El mensaje implícito que harás llegar, será: “Lo que usted me dice, es importante para mí… ¡Usted me interesa como persona!”

Preguntar al otro: ¿Qué piensa? ¿Cómo se siente? ¿Qué hay de la familia? ¿Cómo van las cosas? Un amable: “Tu que piensas”, es el reconocimiento del otro como un interlocutor válido, es humanizar el diálogo, no importa de qué clase social sea.

¿Alguien ha reparado en el efecto que produce la sonrisa? Es un dique de contención contra la rabia. Una sonrisa oportuna genera calma, es una conexión profunda a la distancia, una confirmación implícita de que ambos estamos vivos y que no nos haremos daño. No es poca cosa.

Dar las gracias. Una palabra de profundo significado. Su función es notificarle a alguien que la actitud, el obsequio o la amabilidad llegó al receptor y se toma a bien; pero sobre todo es retribución,  gratificar al gratificador. Es la retroalimentación perfecta que sella un momento por lo alto. 

Si le damos la espalda al espacio vital donde nos movilizamos, vivimos, criamos hijos y echamos raíces, no tendremos con quién compartir lo cotidiano. Estar bien con los vecinos cercanos y con los vecinos más lejanos, es una necesidad que tiene que ver con la supervivencia, no del más apto, sino del más solidario. El prójimo de “próximo”, de proximidad física y geográfica y el prójimo del acercamiento humano. Ni siquiera me propongo amar a la humanidad toda, aunque algunos lo logran o más bien les nace, me conformo con ser lo suficientemente cordial para hacer cada día mejor o menos cruel a mis congéneres. 


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El resultado no siempre es importante

La experiencia me ha enseñado que las mejores cosas de la vida no suelen estar sujetas a la programación detallada y previsiva de necesidad de control, ni son el resultado de más sesudo análisis: sencillamente nos toman por sorpresa y a mansalva.

La felicidad, además de efímera es traicionera, casi siempre ataca por la espalda, no la vemos venir ni se anuncia, es discreta y silenciosa, como un beso inocente. En lo cotidiano, similar a las leyes de Murphi, cuánto mayor es el desespero por alcanzar un resultado, menos lo disfrutamos. Cuando hacemos a un lado el proceso y solo nos preocupamos por la meta, el placer se revierte, y nos golpea.

Obviamente, el cirujano plástico, el ingeniero nuclear, un investigador en genética molecular, el odontólogo, sólo para nombrar algunos, no pueden prescindir de los efectos. Aquí, la anticipación es necesaria para que el desenlace no se convierta en secuela. Sin embargo, aún en estos casos, si no se disfruta del procedimiento, el producto final estará contaminado.

Los taoístas hablan de sentarse en la cresta de la ola y dejarse llevar por la circunstancias disfrutando a cada paso, cada impulso y cada segmento, como si fueran un fin en sí mismo. El goce de  achicar los espacios hasta obtener un continuo de metas infinitesimales donde el asombro no tenga fechas preestablecidas ni objetivos fríamente calculados: asombro puro.

Afortunadamente hay cosas que todavía hacemos por hacer. Por ejemplo, aún hay gente que baila sin que el ego se les alborote para llamar la atención. Cuando bailamos por el simple gusto de bailar, sentimos las vibraciones con los huesos, nos acoplamos al compás y sencillamente flotamos. Los que danzan de verdad dicen que entran en comunión con la naturaleza física más elemental: la cuántica del movimiento.

¿Pero qué pasaría si de pronto alguien ofreciera cien millones de pesos a la pareja que mejor baile? ¿Qué ocurriría con la fluidez y espontaneidad de los pasos? La mente, que estaba medio adormilada, volvería al campo de batalla y se instalaría de inmediato en el futuro, tratando de obtener la recompensa: “Debo ganar”. Y en ese preciso instante,  seríamos víctimas de una extraña forma de artritis, se incrementaría el dolor lumbar, nos volveríamos más torpes y la sincronización cuerpo/mente dejaría de existir.  El miedo a perder nos volvería sordos, y el baile se convertiría en una tortura.

Cuando hacemos el amor, si somos psicológicamente sanos, no estamos midiendo el tiempo en llegar al orgasmo como indicador de potencia sexual: “Me encantó como lo hicimos, apenas nos demoramos quince minutos y treinta y dos segundos”. Cuando la pasión nos lleva  a besar y acariciar  a la persona que amamos, no tenemos expectativas sobre la presión de las caricias o cuántos centímetros tenemos que abrir la boca para que el acople lingual sea perfecto. Solo el deseo manda.

El peor enemigo de la espontaneidad es la preocupación por el resultado. Cuando hacemos sumas y restas todo el tiempo, la vida se convierte en una contabilidad insufrible. Muchas empresas entendieron que mantener la mira exclusivamente en los índices de venta relega a un segundo plano los pasos de la transformación del producto, que es donde interviene el factor humano. No me refiero a la cantidad sino a la calidad. Por eso hay camisas tontas, zapatos depresivos, empanadas indigestas y bebidas ridículas. No es un problema de fabricación, sino de pasión, de amor por lo que se hace. 

Repito, el problema no está en desligarse totalmente de las consecuencias de la conducta, ya que perderíamos la actitud previsora de resguardarnos a tiempo o podríamos caer en la más absurda irresponsabilidad, sino en saber cuando abandonar el final, para disfrutar del argumento.

Jugar por jugar, reír por reír, sembrar árboles sin esperar frutos, amar por amar, soñar por soñar, y por qué no, si el físico aguanta, correr por correr como lo hacía Forrest Gump, sin ir a ninguna parte.


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El poder de la belleza

El poder de la belleza

Ser bello tiene sus privilegios. Tal como atestiguan algunas investigaciones, las personas bellas son mejor tratadas, se las considera más bondadosas, se las disculpa más y se las atiende mejor. Incluso el atractivo femenino pueden ser un valor agregado para los varones. Por ejemplo, cuando un hombre aparece acompañado de una mujer muy sexy, aumenta su favorabilidad: dime con quién andas y te diré cuánto cotizas. En el caso inverso, la predicción no se cumple: la evaluación de la mujer depende más de su encanto personal que de la compañía de turno: no me importa con quién andas, si eres bella, eres atractiva de todos modos.

Se ha descubierto que en casi todas las culturas, el rostro femenino de mayor atracción es aquel de aspecto infantil, ojos grandes y separados, nariz y barbilla pequeña, sonrisa amplia y cejas altas. No está de más agregar que la búsqueda de estos rasgos, disparadores visuales del eros masculino, ha llevado a muchas mujeres a crear una obsesión por sentirse especialmente deseadas.

Como resulta obvio para cualquiera que haya estado en estas lides, los hombres somos más propensos a la belleza física que las mujeres, mientras éstas se inclinan más por atributos como el poder, la posición social y el prestigio, aunque no exclusivamente. Una mujer bella y coqueta puede resultar tan peligrosa como un hombre de chequera abultada.

Así que por más que las feministas hagan pataletas y posiblemente con razón, para la gran mayoría de las señoras y señoritas, el varón exitoso, excita. El dinero es sexy, aquí y en la China. Otra vez los datos: a las mujeres les gustan los hombres que muestren signos de dominio, que sean inteligentes y ambiciosos, altos y fuertes, y si además son “bonitos”, mejor, mucho mejor. Los psicólogos sociales son precisos al decir que en general, las mujeres ofrecen belleza y buscan seguridad financiera, mientras los hombres ofrecen posición financiera y solicitan ciertas característica físicas.

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¿Y en cuanto a la belleza masculina? El cuento de que “los hombres son como el oso” debe haber sido un invento de los feos. Los especímenes “lindos”, tipo Brad Pitt, producen tanto revuelo en las mujeres como un terremoto. Se me dirá que personas como Sean Connery o Harrison Ford igualmente hacen estragos, pero es que ellos también son atractivos, maduros, pero buenos mozos. La tendencia es clara: al igual que las mujeres, los hombres bien parecidos son mejor evaluados y más admirados, incluso los políticos, que es mucho decir.

Los varones poderosos y la mujeres bellas suelen tener un cortejo de simpatizantes dispuestos a todo para obtener sus favores. Competir con esos admiradores o admiradoras es definitivamente estresante: siempre habrá una mujer más bella o un hombre más platudo que nos ponga a tambalear. Por eso pienso que es mejor tener una compañera normal, una mujer sin silicona, que no deslumbre ni active tanta testosterona en los rivales masculinos: más calma y menos mala sangre. Igualmente, es mejor enamorarse de un varón normal, ni tan alto ni tan opulento, uno que se acurruque de vez en cuando, que pida consejo, que haga sentir a su mujer como la más hermosa y extraordinaria el mundo, aunque no sea exactamente así: ¿qué importa la objetividad, si nos sentimos amados? Definitivamente,  el promedio tiene sus encantos.


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Para intentar ser feliz, hay que ser realista

para intentar ser feliz, hay que ser realista

Kant afirmaba que la felicidad es la satisfacción de todas nuestras necesidades, es decir, una felicidad tan inalcanzable como angustiante porque viviríamos en un estado de constante frustración. Esta dicha idealizada, paradójicamente, se convierte en un aversivo, ya que la calma se pierde ante una exigencia conceptual desproporcionada y especialmente rígida. “Todas las necesidades…”, es mucho pedir para seres tan imperfectos como nosotros.

La certeza solo existe fuera de este mundo y, a no ser que sigamos a Pascal, la mayoría espera sentirse bien aquí en la tierra: si para ser feliz debo esperar otra vida, pues no tiene sentido plantearme cómo quiero pasarla bien en ésta.

La búsqueda de la felicidad es una aspiración que acompaña al ser humano desde sus orígenes, así le hayamos puesto distintos calificativos a lo largo de la historia. El hombre, de manera consciente o inconsciente, se siente impulsado, tanto hacia el placer voluptuoso, como hacia la tranquilidad del alma, el regocijo sereno y un bienestar que vaya más allá de la turbulencia inmediata de las sensaciones. Los griegos la llamaban: eudaimonismo.

Habría que preguntarse si cuando hablamos de felicidad estamos hablando de un estado, un lugar al cual hay que llegar, un Nirvana, o si más bien nos referimos a un proceso y un camino por dónde transitar, obviamente con sus altibajos inevitables. Una actitud más realista sobre la felicidad implicaría asumir dos premisas: (a) que ella no se encuentra en las metas sino en la forma de alcanzarlas y, (b) que ella no responde al principio del todo o nada (puedes ser más o menos feliz).

Un pregunta que aún no ha sido respondida adecuadamente se refiere a si la felicidad se genera más ante la recepción de estímulos positivos o a ante la eliminación de los estímulos negativos. Según expertos en el tema, cuando en las encuestas los individuos responden que sí son felices, esto no significa que ellos estén constantemente alegres y plenos, sino que no son desdichados. Si alguien ha pasado por momentos adversos y difíciles y en consecuencia se ha sentido profundamente abatido y deprimido, valorará a no sentirse así en el futuro. “¿Usted es feliz?”: “Pues no estoy en la olla, he tenido momentos muy malos y afortunadamente ya he salido de ellos… Estoy bien…”. Una felicidad más modesta, más realista, menos eufórica, más inteligente dirían algunos. Es el placer estático de Epicúreo: agradecimiento de que no haya dolor y una buena dosis de frugalidad que otorga la sabiduría: “Tráeme un queso y un pan que quiero darme un festín”. Estar lejos del padecimiento también es alegría, es una condición necesaria para sentirse feliz o no sentirse desdichado.

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Finalmente, un tercer aspecto surge cuando se estudian las relaciones entre deseo y felicidad. Según Hobbes, el ser humano siempre quiere más y no puede vivir sin desear, pero como el deseo es carencia, solo estaremos motivados si nos falta algo. Dicho de otra forma, si la felicidad es la obtención de todos mis deseos, ¿qué mantendrá mis ganas de vivir, luego de obtenerlos?, ¿dónde encontraríamos reposo? Porque de ser así, habría que estar siempre con la mirada puesta en el futuro, cuando lo que atestiguan las tradiciones espirituales y filosóficas más serias, es que la serenidad que acompaña la felicidad solo se obtiene en el presente. En otras palabras, la estrategia que se recomienda es traer el deseo al aquí y al ahora y quitarle la connotación temporal: desear (disfrutar) lo que se tiene y lo que se esta haciendo.

Dicha realista: establecer una relación inteligente con uno mismo, no andar por la nubes ni sobre exigirse con imperativos irracionales. Yo empezaría por la ausencia del sufrimiento, que ya es mucho, que es una gracia, y como toda gracia, un goce.


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