Identidad Archives - Walter Riso
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El poder de la belleza

El poder de la belleza

Ser bello tiene sus privilegios. Tal como atestiguan algunas investigaciones, las personas bellas son mejor tratadas, se las considera más bondadosas, se las disculpa más y se las atiende mejor. Incluso el atractivo femenino pueden ser un valor agregado para los varones. Por ejemplo, cuando un hombre aparece acompañado de una mujer muy sexy, aumenta su favorabilidad: dime con quién andas y te diré cuánto cotizas. En el caso inverso, la predicción no se cumple: la evaluación de la mujer depende más de su encanto personal que de la compañía de turno: no me importa con quién andas, si eres bella, eres atractiva de todos modos.

Se ha descubierto que en casi todas las culturas, el rostro femenino de mayor atracción es aquel de aspecto infantil, ojos grandes y separados, nariz y barbilla pequeña, sonrisa amplia y cejas altas. No está de más agregar que la búsqueda de estos rasgos, disparadores visuales del eros masculino, ha llevado a muchas mujeres a crear una obsesión por sentirse especialmente deseadas.

Como resulta obvio para cualquiera que haya estado en estas lides, los hombres somos más propensos a la belleza física que las mujeres, mientras éstas se inclinan más por atributos como el poder, la posición social y el prestigio, aunque no exclusivamente. Una mujer bella y coqueta puede resultar tan peligrosa como un hombre de chequera abultada.

Así que por más que las feministas hagan pataletas y posiblemente con razón, para la gran mayoría de las señoras y señoritas, el varón exitoso, excita. El dinero es sexy, aquí y en la China. Otra vez los datos: a las mujeres les gustan los hombres que muestren signos de dominio, que sean inteligentes y ambiciosos, altos y fuertes, y si además son “bonitos”, mejor, mucho mejor. Los psicólogos sociales son precisos al decir que en general, las mujeres ofrecen belleza y buscan seguridad financiera, mientras los hombres ofrecen posición financiera y solicitan ciertas característica físicas.

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¿Y en cuanto a la belleza masculina? El cuento de que “los hombres son como el oso” debe haber sido un invento de los feos. Los especímenes “lindos”, tipo Brad Pitt, producen tanto revuelo en las mujeres como un terremoto. Se me dirá que personas como Sean Connery o Harrison Ford igualmente hacen estragos, pero es que ellos también son atractivos, maduros, pero buenos mozos. La tendencia es clara: al igual que las mujeres, los hombres bien parecidos son mejor evaluados y más admirados, incluso los políticos, que es mucho decir.

Los varones poderosos y la mujeres bellas suelen tener un cortejo de simpatizantes dispuestos a todo para obtener sus favores. Competir con esos admiradores o admiradoras es definitivamente estresante: siempre habrá una mujer más bella o un hombre más platudo que nos ponga a tambalear. Por eso pienso que es mejor tener una compañera normal, una mujer sin silicona, que no deslumbre ni active tanta testosterona en los rivales masculinos: más calma y menos mala sangre. Igualmente, es mejor enamorarse de un varón normal, ni tan alto ni tan opulento, uno que se acurruque de vez en cuando, que pida consejo, que haga sentir a su mujer como la más hermosa y extraordinaria el mundo, aunque no sea exactamente así: ¿qué importa la objetividad, si nos sentimos amados? Definitivamente,  el promedio tiene sus encantos.


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El valor del emigrante

El valor del emigrante

El emigrante, al igual que el caracol, lleva su casa a cuestas. Un mecanismo de supervivencia se activa para no dejar ser lo que uno es: las costumbres, los hábitos, los ideales o el idioma, adquieren importancia.

El emigrante rescata lo esencial y lo conserva, a pesar del medio que generalmente lo obliga a transmutarse y despersonalizarse. Pero es irremediable, hay que mantener la identidad a lo que de a lugar, para que al sentirse “distinto” (no necesariamente discriminado) no perdamos la autodeterminación. La identidad se mantiene básicamente creando formas de estar y habitar el nuevo mundo manteniendo el estilo original del sí mismo, que no siempre es fácil.

El emigrante, por un impulso gregario natural, tiende a agruparse con los suyos, que no siempre significa autoexclusión. Crea cofradías, barrios, calles, clubes, mutuales, mini ciudades, organizaciones o cualquier otro hacer grupal que lo mantenga atado a su comunidad. Nuevas preguntas sobre el sentido de la existencia comienzan a aparecer: ¿Quién soy en realidad?, ¿Qué quiero de la vida?, ¿Qué me define?, ¿Cuáles son mis puntos de referencia cognitivos y emocionales? El emigrante es un filósofo de la colonización, un transeúnte existencial que no quiere perderse en la muchedumbre de una globalización que lo absorbe y diluye.

Los emigrantes deben enfrentarse a una doble resistencia al cambio: la propia y la ajena. Propia, porque no le gustarán muchas cosas que deberán acatar para ser aceptados y ajena, porque quienes juegan de locales deberán abrir sus mentes al recibirlo. Para el visitante, lo nuevo resulta casi siempre desconcertante. Tendrán que traducir infinidad de códigos sociales y procesar muchas reglas implícitas sobre lo que está bien y lo que está mal visto, sobre lo que se puede y no se puede hacer. Un emigrante es un viajero moral, un poblador de éticas inéditas que lo envuelven y cuestionan profundamente.

La palabra “extrañeza” creo que describe bastante bien el impacto psicológico del recién llegado. Mi madre alguna vez me contó que cuando desembarcó en Buenos Aires a principios de 1952, de inmediato extrañó el olor a Nápoles. Fue lo que primero le impactó. Dice que yo, siendo un bebé de pocos meses, hice una mueca de desagrado. Así lo percibió ella. El puerto napolitano no olía igual al del Río de la Plata. La nostalgia se manifiesta inicialmente por lo más básico: las vías olfativas y gustativas. Y luego la mirada del otro: biología y attachment afectivo. Si recibes sonrisas, buen humor y aceptación de tu raza y tradición, la nostalgia será más soportable. El emigrante es un catador de memorias.

La Argentina siempre fue un país de puertas abiertas. Mis padres, mis tíos y toda la parentela, aunque seguían añorando a Italia, aprendieron a querer “La América” ya que siempre fueron tratados con respeto. Nunca los hicieron sentir extranjeros, así hablaran una media lengua rara de dialecto y lunfardo. Aún hoy después de medio siglo, Argentina (similar a algunos países de Latinoamérica) te reciben sin visa ni sospechas. A los italianos se les decía cariñosamente “tanos”, tal como me dicen hoy mis amigos del sur; a los españoles, “gallegos”. Cada quien tenía un apodo, un sobrenombre amable, jamás displicente. Pero aún allí, en la holgura de las pampas y la admiración callada de los que nos veían descender de los barcos, los emigrantes seguían aferrados a sus baluartes esenciales y a sus gustos. Hasta el día de su muerte, mi padre insistía en que la sandía italiana era más roja, el melón más jugoso y el puchero argentino comida para chanchos. Mi madre no dejó de decir hasta el final, que el cielo de Nápoles era más azul.

Un país que exija a los extranjeros perder sus costumbres como condición para recibirlos está condenado al asilamiento cultural y al odio. Yo se que la casa se reserva el derecho de admisión, pero es que aquí la casa es el planeta y el que llega no entra a un restaurante a disfrutar de un banquete, casi siempre lo hacen movido por condiciones extremas. Existe una ciudadanía inamovible que va más allá de los papeles membreteados o el documento nacional de identidad que a nadie se le puede arrebatar, y es la historia a la cual uno pertenece, el tono afectivo de los valores y necesidades con los que ha sido educado. Ese es el hogar que llevamos dentro, que no tiene porque ser frontera.


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