Crecimiento personal Archives - Walter Riso
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El culto a la apariencia física

El aspecto corporal se ha vuelto una obsesión supremamente peligrosa. Y no solo me refiero a la belleza en sí, sino a la necesidad creada de mantener determinada proporción talla-peso. Bajar de peso y el control de calorías ha reemplazado la inteligencia, la sensibilidad y los encantos histriónicos de toda buena conquista. Las dimensiones exteriores son más importantes que la esencia, o peor, son su esencia.

La belleza es un valor innegable en la valoración humana. La capilla Sixtina, el Don Quijote, la Venus de Milo, un bello rostro, una voz prodigiosa, la armonía, la simetría y el equilibrio exquisito, generan un efecto cuasi trascendente. No cabe duda, la capacidad de embelesarse es uno de los factores que nos hace humanos. La hermosura jamás pasa desapercibida.

Pero una cosa es la apreciación estética y otra muy distinta la compulsión por la silueta. El culto a la “flacura” ha creado dos alteraciones tristemente célebres: la anorexia y la bulimia. La primera se caracteriza por una gran distorsión de la imagen corporal, miedo a engordar y una pérdida deliberada de peso, a veces hasta la inanición. La segunda está referida a episodios incontrolables de ingestión exagerada de alimentos (atracones), seguidos de autoinducción de vómitos o utilización de laxantes. 

Las estadísticas al respecto son alarmantes. El 90% de las personas que padecen estas enfermedades son mujeres occidentales. Cinco millones de norteamericanos sufren  de alguna alteración de la conducta alimentaria y mil mujeres fallecen cada año en ese país por anorexia nerviosa. En general, la frecuencia de anorexia ha estado aumentado considerablemente y se cree que entre el 1 y el 5% de la población de mujeres adolescentes sufren del trastorno. En lo que respecta a la bulimia, el 3% de la población femenina la padece (algunos estudios hablan del 19%). Aunque es más probable su ocurrencia en la adolescencia tardía, se han detectado casos desde los ocho años de edad.

¿Qué está pasando? ¿Qué es lo que puede llevar un ser humano a reducir su autoestima al número de “gordos”, a la “celulitis” o las “estrías”. Nuestras adolescentes no se preocupan tanto por el tamaño de la nariz, la forma de la cara o el pelo, como por la cantidad de grasa. Una niña de doce años, bastante flaca,  expresaba así su fantasía morfológica: “Sería la mujer más feliz del mundo si tuviera las clavículas más salidas…  Si estos huesos se me notaran más, me encantaría… Me gustaría verme como una de esas modelos africanas que son puro hueso y piel “. El estilo famélico, ojeroso, demacrado, esquelético y “draculiano”, es una anhelo difícil de entender. Es fuente de envidia en otras mujeres y no tan imprescindible para los varones. ¿Para quién adelgazan las mujeres: para ellas o para ellos?

💡 También puedes leer: el poder de la belleza

Muchas madres no se explican porque sus hijas sufren de semejante mal, si ellas no han dado mal ejemplo. Solamente van al gimnasio todos los días, asisten a la dietista con relativa frecuencia, se quejan de su gordura antes y después de vacaciones, van donde la mesoterapeuta y se alegran de sobremanera cuando bajan unos gramos. Además, vigilan el consumo alimentario de sus hijas de manera constante y le recomiendan ropa de color negro porque disimula el sobrepeso.

La anorexia y la bulimia son producto de un sistema decadente. De una sociedad super consumista que ha logrado fabricar aspiraciones frívolas y cada vez más artificiales. Al igual que la drogadicción y el comportamiento antisocial, el culto a la apariencia física no es otra cosa que la manifestación de una crisis generalizada de valores.

Aunque no quepa en la mente de muchas niñas adolescentes, la belleza es una actitud. Si te sientes linda, serás hermosa. Tu autoestima vale más que tu autoimagen, porque eres mucho más que una figura. Y no importa lo que digan los expertos o los explotadores de la belleza, la gente vale por lo que es y no por su anatomía.


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Las buenas maneras

¿Qué nos cuesta? La amabilidad como norma, como el motor de una convivencia mejor. Si no somos capaces de una ética sostenida, si no nos nace la compasión ni la generosidad se nos sale por los poros, es decir, si la virtud no ha tocado a nuestro ser, al menos, intentemos las buenas maneras, la urbanidad interpersonal. Los modales ayudan a que el respeto siga vigente. Yo sé que la diplomacia maneja cierta apariencia, pero que haríamos sin ella, ¿entrar en guerra? Es mejor el tacto, la mesura y el civismo, así  suene formal. Pensemos que un modo adecuado hará que el entorno inmediato se convierta en un microclima de paz, o mejor, en una coexistencia pacífica.

El maltrato genera malos tratos y en mucha más proporción, mientras el buen trato disminuye la irritabilidad de nuestros posibles agresores. Creamos nuestras propias consecuencias.  ¿Quién no ha visto alguna vez al bravucón quedar psicológicamente desarmado ante una actitud benévola y pacífica de su interlocutor? No hablo de ser héroes sino de  tener una vida menos violenta y estresante: relaciones adecuadas y correctas con el prójimo ¿Es mucho pedir? ¡Es tan fácil ser cortes! ¡Es tan fácil decir “no” con delicadeza! (Tengo mis serias dudas sobre poner la otra  mejilla, porque creo que existe la posibilidad de que me vuelen la cabeza. Si alguien nos golpea, habrá que defenderse, pero no ocurre todos los días).

¿Cómo reaccionarian los demás, si empiezas a practicar algunos de los siguientes comportamientos? 

Saludar. Sin mala cara ni con el gesto fruncido. Que el saludo refleje que no te olvidas del otro.

Ayudar a alguien más necesitado. El otro día pude observar como  todos miraban aterrados a un joven que le ofreció el asiento a una señora que venía llena de paquetes. 

Dar información veraz cuando nos la pidan. ¿Qué importa perder cinco minutos, si con eso generamos tranquilidad en un ser humano?

Escuchar activa y seriamente a quien nos habla. Nivelar la mirada, ni desde arriba ni desde abajo. Mirar a los ojos, estar atento. El mensaje implícito que harás llegar, será: “Lo que usted me dice, es importante para mí… ¡Usted me interesa como persona!”

Preguntar al otro: ¿Qué piensa? ¿Cómo se siente? ¿Qué hay de la familia? ¿Cómo van las cosas? Un amable: “Tu que piensas”, es el reconocimiento del otro como un interlocutor válido, es humanizar el diálogo, no importa de qué clase social sea.

¿Alguien ha reparado en el efecto que produce la sonrisa? Es un dique de contención contra la rabia. Una sonrisa oportuna genera calma, es una conexión profunda a la distancia, una confirmación implícita de que ambos estamos vivos y que no nos haremos daño. No es poca cosa.

Dar las gracias. Una palabra de profundo significado. Su función es notificarle a alguien que la actitud, el obsequio o la amabilidad llegó al receptor y se toma a bien; pero sobre todo es retribución,  gratificar al gratificador. Es la retroalimentación perfecta que sella un momento por lo alto. 

Si le damos la espalda al espacio vital donde nos movilizamos, vivimos, criamos hijos y echamos raíces, no tendremos con quién compartir lo cotidiano. Estar bien con los vecinos cercanos y con los vecinos más lejanos, es una necesidad que tiene que ver con la supervivencia, no del más apto, sino del más solidario. El prójimo de “próximo”, de proximidad física y geográfica y el prójimo del acercamiento humano. Ni siquiera me propongo amar a la humanidad toda, aunque algunos lo logran o más bien les nace, me conformo con ser lo suficientemente cordial para hacer cada día mejor o menos cruel a mis congéneres. 


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El resultado no siempre es importante

La experiencia me ha enseñado que las mejores cosas de la vida no suelen estar sujetas a la programación detallada y previsiva de necesidad de control, ni son el resultado de más sesudo análisis: sencillamente nos toman por sorpresa y a mansalva.

La felicidad, además de efímera es traicionera, casi siempre ataca por la espalda, no la vemos venir ni se anuncia, es discreta y silenciosa, como un beso inocente. En lo cotidiano, similar a las leyes de Murphi, cuánto mayor es el desespero por alcanzar un resultado, menos lo disfrutamos. Cuando hacemos a un lado el proceso y solo nos preocupamos por la meta, el placer se revierte, y nos golpea.

Obviamente, el cirujano plástico, el ingeniero nuclear, un investigador en genética molecular, el odontólogo, sólo para nombrar algunos, no pueden prescindir de los efectos. Aquí, la anticipación es necesaria para que el desenlace no se convierta en secuela. Sin embargo, aún en estos casos, si no se disfruta del procedimiento, el producto final estará contaminado.

Los taoístas hablan de sentarse en la cresta de la ola y dejarse llevar por la circunstancias disfrutando a cada paso, cada impulso y cada segmento, como si fueran un fin en sí mismo. El goce de  achicar los espacios hasta obtener un continuo de metas infinitesimales donde el asombro no tenga fechas preestablecidas ni objetivos fríamente calculados: asombro puro.

Afortunadamente hay cosas que todavía hacemos por hacer. Por ejemplo, aún hay gente que baila sin que el ego se les alborote para llamar la atención. Cuando bailamos por el simple gusto de bailar, sentimos las vibraciones con los huesos, nos acoplamos al compás y sencillamente flotamos. Los que danzan de verdad dicen que entran en comunión con la naturaleza física más elemental: la cuántica del movimiento.

¿Pero qué pasaría si de pronto alguien ofreciera cien millones de pesos a la pareja que mejor baile? ¿Qué ocurriría con la fluidez y espontaneidad de los pasos? La mente, que estaba medio adormilada, volvería al campo de batalla y se instalaría de inmediato en el futuro, tratando de obtener la recompensa: “Debo ganar”. Y en ese preciso instante,  seríamos víctimas de una extraña forma de artritis, se incrementaría el dolor lumbar, nos volveríamos más torpes y la sincronización cuerpo/mente dejaría de existir.  El miedo a perder nos volvería sordos, y el baile se convertiría en una tortura.

Cuando hacemos el amor, si somos psicológicamente sanos, no estamos midiendo el tiempo en llegar al orgasmo como indicador de potencia sexual: “Me encantó como lo hicimos, apenas nos demoramos quince minutos y treinta y dos segundos”. Cuando la pasión nos lleva  a besar y acariciar  a la persona que amamos, no tenemos expectativas sobre la presión de las caricias o cuántos centímetros tenemos que abrir la boca para que el acople lingual sea perfecto. Solo el deseo manda.

El peor enemigo de la espontaneidad es la preocupación por el resultado. Cuando hacemos sumas y restas todo el tiempo, la vida se convierte en una contabilidad insufrible. Muchas empresas entendieron que mantener la mira exclusivamente en los índices de venta relega a un segundo plano los pasos de la transformación del producto, que es donde interviene el factor humano. No me refiero a la cantidad sino a la calidad. Por eso hay camisas tontas, zapatos depresivos, empanadas indigestas y bebidas ridículas. No es un problema de fabricación, sino de pasión, de amor por lo que se hace. 

Repito, el problema no está en desligarse totalmente de las consecuencias de la conducta, ya que perderíamos la actitud previsora de resguardarnos a tiempo o podríamos caer en la más absurda irresponsabilidad, sino en saber cuando abandonar el final, para disfrutar del argumento.

Jugar por jugar, reír por reír, sembrar árboles sin esperar frutos, amar por amar, soñar por soñar, y por qué no, si el físico aguanta, correr por correr como lo hacía Forrest Gump, sin ir a ninguna parte.


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Cuando el ahorro se convierte en tacañería

Cuando el ahorro se convierte en tacañería
Cuando el ahorro se convierte en tacañería

Ahorrar es una buena costumbre. Al organizarnos con el uso del dinero creamos una actitud previsora que permite vivir más tranquilo y con cierta sensación de resguardo. No cabe duda, el ahorro es un comportamiento saludable, aconsejable  y recomendable. El problema empieza cuando la conducta de ahorrar se vuelve compulsiva. Cuando endiosamos la frugalidad y hacemos de la economía una forma de vida, estamos en los fangosos terrenos de la mezquindad. Como cualquier otro vicio, la tacañería produce placer en los que la practican y sufrimiento en los que lo rodean.

Los viejitos “platudos” y avaros suelen decir que las grandes fortunas se hacen cuidando el centavo. Buenos colegios, seguros que lo cubren todo, hospitales de primera y un paseo al año. Pero en la vida cotidiana, el control es asfixiante. Algunos le cobran intereses usureros a sus hijos, otros se niegan a repartir la herencia en vida (aunque sepan que deberían vivir varias vidas para “comerse el capital”) y otros se niegan a toda costa a servir de fiadores, no importa de quien se trate. Acaparar es casi que coleccionar. Estos personajes, compilan billetes como si fueran estampillas. Conozco un señor que se levanta a la madrugada, abre su caja fuerte, saca títulos, dólares, escrituras y otros valores y se sienta a mirarlos como si se tratara de una obra maestra: éxtasis monetario. Por lo general, los cicateros suelen tener un entierro de ricos y vida de pobres.

Una señora de casi cincuenta años, bastante adinerada, para ahorrarse la visita médica donde su ginecólogo, se viste con ropa vieja y hace fila en el Seguro Social para no pagar el costo de la consulta. Otro señor, que se llama a sí mismo “metódico”, tiene todos los alimentos bajo llave y hace un inventario diario de lo que hay en la nevera. Su esposa e hijos deben decir qué van a consumir y anotarlo en una planilla. Conozco un señor económicamente solvente que se vanagloria porque se pasa los peajes sin pagar, porque le parecen caros. Una prestigiosa profesional, solamente lava su ropa a la tercera o cuarta postura, porque se “gasta”. El dios dinero hace desastres y nubla la razón.

Una cosa es la sencillez y otra ser miserable. De tanto cuidar lo que se tiene, no se disfruta, y de tanto amarrar los bienes, se va creando la idea distorsionada de que se es pobre sin serlo. Muchas personas tacañas juran y se autoengañan hasta convencerse a sí mismas que realmente no tienen recursos: “Estoy ilíquido” (la carencia de liquidez es una nueva forma de pobreza).  Muchas personas económicamente humildes viven mejor, se dan más gusto y tienen una mejor calidad de vida. 

Cuidar lo que se tiene es importante, pero no usufructuarlo alegre y despreocupadamente es codicia.  Darse gusto no significa derroche, y autorreforzarse no implica despilfarro. El dinero es un medio y no un fin. Muchas personas guardan celosamente vajillas, manteles, joyas y otros enseres “finos” (algunos ya amarillentos desde el matrimonio) y no los usan en el diario vivir ¿Para que los tienen si no los disfrutan? Se nos pasan los años esperando la “ocasión especial” que nunca llega. Nuestro closet es fiel testigo de las estupideces que almacenamos por un culto al ahorro exaltado y mal entendido.

No estoy defendiendo los “manisueltos”, sino criticando los manicortos. Los que creen que valen por lo que tienen, los que sufren con el mínimo exceso, los que hacen cuentas a cada instante, los que inculcan el miedo a gastar, los que se sienten culpables de la autorrecompensa y los que son egoístas con sus seres queridos.

Si publicitamos la moderación económica exagerada estaremos fortaleciendo la avaricia y la mezquindad. Y no hay avaricia sin envidia, y no hay envidia sin agresión. Hay que ahorrar cuando se puede, y hay que darse gusto cuando se quiere. Ese punto medio donde la autoestima y el autocontrol se dan la mano, se puede aprender y vale la pena enseñarlo.


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El aburrimiento creativo

Aburrimiento creativo
Aburrimiento creativo

La sociedad en la que vivimos nos exige, nos empuja y nos obliga a entrar en la carrera de un rendimiento casi suicida: “Para ser el mejor, debes llegar al extremo de la competitividad, a cualquier precio, cueste lo que cueste”.

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La personalidad culposa

La personalidad culposa

Cuando la culpa se convierte en hábito o rutina, aparece lo que los psicólogos cognitivos llamamos personalización.

Esta distorsión mental hace que algunas personas, por aprendizaje social, se conviertan en esponjas culposas. Todo lo malo que ocurre a su alrededor se lo atribuyen a sí mismas, aunque no tengan nada que ver. Una percepción equivocada les lleva indefectiblemente a la conclusión: «Es mi culpa” ¿Costumbre masoquista? Quizás, pero también infantil e inmadura, porque en el fondo existe un egocentrismo magnificado que les indica que todo tiene que ver con ellos, como si fueran el centro del universo. En resumen: la personalización es  la mala costumbre de atribuirse la responsabilidad ante determinados eventos externos, sin tener en cuenta otras explicaciones posibles. Es ponerse en el ojo del huracán cuando a veces ni siquiera hay huracán.

Una paciente, a quien su marido había dejado por otra mujer, me decía: «Él no tiene la culpa, la tengo yo». Yo le respondí: «¿Por qué me dice esto? Usted fue una buena esposa y madre, siempre estuvo a su lado cuando él la necesitó, fue leal, buen amante, confiable, ¿por qué ahora me dice que es la principal culpable?». Luego de pensar un momento, volvió a lo mismo: «Debería haber hecho más esfuerzo, haber dado más de mí. Él es una gran persona, yo fui poca cosa para él». Personalización a la enésima: siempre estar por debajo y culpable. El historial del hombre que había sido su marido no era el mejor, lo que ponía en duda aquello de «una gran persona»: infidelidades a granel, mal trato, indiferencia, frialdad sexual, egoísmo y muchos brotes narcisistas, en fin, un agujero negro afectivo. Y ella, haciendo caso omiso a la realidad afectiva de su matrimonio, confirmaba mágicamente una responsabilidad personal inexistente,  como si un instinto de culpabilidad la arrastrara desde lo más profundo de su ser. Si tienes la manía de hacerte responsable por todo lo que te ocurre, no lo dudes, pide ayuda profesional.  La tendencia de apropiarse de la culpa irracionalmente,  no te hace mejor persona, te enferma. La culpa compulsiva es una patología, así algunos la vean como una forma de excelencia y redención humanitaria.


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Resistencia a la tentación y culpa

Resistencia a la tentación y culpa

No cabe duda que el autocontrol bien administrado y regulado sea una virtud y una competencia que permite relacionarse mejor con uno mismo y los demás. Si no caemos en el extremo de la constipación psicológica y afectiva, tener la impulsividad bajo vigilancia nos evita muchas complicaciones.

Sin embargo, no todas las formas de autocontrol son saludables, ya que muchas de ellas conllevan mecanismos y procesos perjudiciales para la mente y el desarrollo de nuestras fortalezas.

Con el fin de que la gente acate las normas preestablecidas que se consideran deseables, la cultura y los métodos de enseñanza que de ella se desprenden suelen hacer uso, al menos, de dos formas de control externo.

La primera es la resistencia a la tentación, la cual consiste en crear miedo a violar la normativa. Los que siguen esta pauta suelen hacer uso de un estilo educativo donde se castiga psicológica o físicamente al niño si hace algo inadecuado o no cumple las ordenanzas familiares, escolares o sociales. Si no se respeta lo prohibido, llega el aversivo, el dolor o la molestia, de tal manera que, con el tiempo, pensar en “actuar indebidamente” generará una serie de manifestaciones psicosomáticas (sudor, taquicardia, desasosiego, ansiedad) debido a la anticipación del castigo. El pensamiento inhibidor es como sigue: “No haré tal cosa porque me lastimarán si lo hago”. Es el caso del ladrón que no roba por miedo a la pena, pero si estuviera seguro de que jamás lo pillarían, no dudaría en robar. Esta forma de autocontrol puede ser efectiva para quienes violan la ley, pero es precisamente el dominio de sí mismo que se espera de un proceso enseñanza-aprendizaje saludable, ya que la “evitación de la falta” se centraliza en la sanción y el escarmiento que se recibirá y no en la creencia del comportamiento correcto. Insisto: nadie niega que debe haber penas por los delitos cometidos, lo que quiero señalar es al mecanismo interno que impide la acción, su lado preventivo. Es menos contraproducente y más eficiente como método pedagógico crear valores basados en convicciones cognitivas (“No hago esto porque va en contra de mis principios o porque no lo creo correcto”), que pegarse al miedo anticipado.

La educación por culpabilidad transita un camino similar, aunque lo punitivo es más sutil. Por ejemplo, si un niño comete una falta, los adultos cercanos pueden mostrarse decepcionados, tristes, dolidos. La estrategia consiste en hacer que los padres se “sientan bien” si el niño pide disculpas y se autocastiga de algún modo. Ni bien el infante acepta compungidamente que se portó mal, que cometió un error, que ha sido un estúpido o que se arrepiente profundamente (algunas veces debe reconocer que es sucio o malo), los educadores cambian su actitud inquisidora, sonríen, se ven alegres, agradecen y refuerzan directamente, de forma verbal y/o física. Así, con el tiempo, esta forma de relacionarse produce el siguiente imperativo: “No me comportaré inadecuadamente, porque no quiero arrepentirme luego: prefiero controlarme a sentirme culpable”. Si en la resistencia a la tentación el miedo es al castigo físico y/o psicológico, en la educación por culpabilidad, el temor es al sentimiento de culpa.

A través del castigo y el dolor no se interioriza nada nuevo, solo se aprende a evitar lo que es negativo para uno. El castigo sistemático e indiscriminado interfiere la comunicación y la víctima tiende a asociar al castigador con las sensaciones de angustia. Algunos dirán que “una pizca” de culpa y miedo a la sanción es recomendable a veces, y es posible que así sea, pero el tema no solo es de “cantidad” sino del manejo que se hace de la misma. Existe una culpa racional, no autodestructiva, que me lleva a reparar la falta y existe un miedo racional y objetivo, que me permite alejarme de lo que verdaderamente es peligroso. La pregunta es si el autocontrol que inculcamos a nuestros niños es tan racional y objetivo como pretendemos. La reflexión queda abierta.


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Ser flexible, todo un arte

Ser flexible, todo un arte

Las mentes rígidas son inmóviles, monolíticas, duras como las piedras e impenetrables, porque con el paso de los años la experiencia y el conocimiento se han solidificado de manera sustancial e irrevocable. Su estrategia de supervivencia es la autoindulgencia: no se permiten dudar de sí mismas y aborrecen la crítica y la autocrítica.

Por su parte, las mentes flexibles se parecen más a la arcilla. Poseen un material básico a partir del cual obtienen distintas formas: no son insustanciales (como podría serlo una mente líquida: sin principios ni convicciones) pero tampoco están definidas de una vez por todas como las mentes pétreas. La mentes flexibles pueden avanzar u retroceder, modificarse, reinventarse, crecer, actualizarse, revisarse, dudar y escudriñar en ellas mismas sin sufrir trauma alguno. Asimilan las contradicciones e intentan resolverlas; no se aferran al pasado ni lo niegan, más bien lo asumen de una manera constructiva sin perder la capacidad crítica. Las mentes abiertas muestran una fortaleza similar a la que el taoísmo le atribuye al bambú, de quien se dice que es elegante, erguido y fuerte, hueco por dentro, receptivo y humilde; se inclina con el viento pero no se quiebra. Para los seguidores de Lao Tse, la suavidad y la flexibilidad están íntimamente relacionadas con la vida, mientras la dureza y la rigidez están asociadas a la muerte.

La estructura interna de las mentes estrechas, de acuerdo a las investigaciones, es una maraña de esquemas negativos entrelazados que son un peligro para la salud mental, tanto para quien la padece como para toda la sociedad. Sus contenidos más determinantes son: dogmatismo (creerse el dueño de la verdad), simplicidad cognitiva (incapacidad de integrar información divergente y variada), solemnidad/ amargura (fobia al buen humor y la risa, porque las consideran “frívolas”), normatividad (resignación y conformismo, apego a las reglas y un rechazo furibundo al pensamiento rebelde e inconformista), prejuicio (odiar, segregar y/o agredir a determinadas personas por sus rasgos o creencias) y autoritarismo (abuso del poder y una actitud antidemocrática).

¿Cómo sobrevivir a estos personajes?, ¿cómo hacer que nuestros niños no se eduquen con una mentalidad fundamentalista (mis ideas no son discutibles) y oscurantista (miedo a la cultura/información)? El mejor camino es promocionar y fomentar los componentes psicológicos opuestos a la rigidez: análisis crítico (disposición a revisar las propias creencias y confrontarlas con la realidad y/o la lógica), complejidad cognitiva (ser capaz de utilizar toda la información relevante para comprender los hechos), humor/lúdica (aprender a no tomarse muy en serio a sí mismo), inconformismo (ejercer el derecho a la desobediencia razonada y razonable), imparcialidad (no discriminar a las personas) y pluralismo (aceptar las diferencias civilizadas y convivir con ellas sin reprimirlas ni ofenderse).

El paso de la rigidez a la flexibilidad es un síntoma de madurez y crecimiento personal. Es pasar de una mente primitiva, a una evolucionada, de un sistema de acción limitado a un funcionamiento óptimo, de una mentalidad estancada a una fluida. Pura evolución.

Hubo un momento (posiblemente a partir de una fuerte expansión cerebral que ocurrió hace 500.000 años) en que la mente comenzó su apertura. La inteligencia social se unió a la inteligencia natural hace aproximadamente 100.000 años, y luego se sumó a ellas la inteligencia técnica (posiblemente hace 60.000 años). A partir de allí, y gracias al lenguaje, la historia de la humanidad puede verse como un fenómeno expansivo y progresivo de sus capacidades intelectuales. Desde esta perspectiva evolucionista, la rigidez puede ser considerada como un freno de emergencia, un proceso de estancamiento, conceptualmente regresivo y retardatario.


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Para intentar ser feliz, hay que ser realista

para intentar ser feliz, hay que ser realista

Kant afirmaba que la felicidad es la satisfacción de todas nuestras necesidades, es decir, una felicidad tan inalcanzable como angustiante porque viviríamos en un estado de constante frustración. Esta dicha idealizada, paradójicamente, se convierte en un aversivo, ya que la calma se pierde ante una exigencia conceptual desproporcionada y especialmente rígida. “Todas las necesidades…”, es mucho pedir para seres tan imperfectos como nosotros.

La certeza solo existe fuera de este mundo y, a no ser que sigamos a Pascal, la mayoría espera sentirse bien aquí en la tierra: si para ser feliz debo esperar otra vida, pues no tiene sentido plantearme cómo quiero pasarla bien en ésta.

La búsqueda de la felicidad es una aspiración que acompaña al ser humano desde sus orígenes, así le hayamos puesto distintos calificativos a lo largo de la historia. El hombre, de manera consciente o inconsciente, se siente impulsado, tanto hacia el placer voluptuoso, como hacia la tranquilidad del alma, el regocijo sereno y un bienestar que vaya más allá de la turbulencia inmediata de las sensaciones. Los griegos la llamaban: eudaimonismo.

Habría que preguntarse si cuando hablamos de felicidad estamos hablando de un estado, un lugar al cual hay que llegar, un Nirvana, o si más bien nos referimos a un proceso y un camino por dónde transitar, obviamente con sus altibajos inevitables. Una actitud más realista sobre la felicidad implicaría asumir dos premisas: (a) que ella no se encuentra en las metas sino en la forma de alcanzarlas y, (b) que ella no responde al principio del todo o nada (puedes ser más o menos feliz).

Un pregunta que aún no ha sido respondida adecuadamente se refiere a si la felicidad se genera más ante la recepción de estímulos positivos o a ante la eliminación de los estímulos negativos. Según expertos en el tema, cuando en las encuestas los individuos responden que sí son felices, esto no significa que ellos estén constantemente alegres y plenos, sino que no son desdichados. Si alguien ha pasado por momentos adversos y difíciles y en consecuencia se ha sentido profundamente abatido y deprimido, valorará a no sentirse así en el futuro. “¿Usted es feliz?”: “Pues no estoy en la olla, he tenido momentos muy malos y afortunadamente ya he salido de ellos… Estoy bien…”. Una felicidad más modesta, más realista, menos eufórica, más inteligente dirían algunos. Es el placer estático de Epicúreo: agradecimiento de que no haya dolor y una buena dosis de frugalidad que otorga la sabiduría: “Tráeme un queso y un pan que quiero darme un festín”. Estar lejos del padecimiento también es alegría, es una condición necesaria para sentirse feliz o no sentirse desdichado.

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Finalmente, un tercer aspecto surge cuando se estudian las relaciones entre deseo y felicidad. Según Hobbes, el ser humano siempre quiere más y no puede vivir sin desear, pero como el deseo es carencia, solo estaremos motivados si nos falta algo. Dicho de otra forma, si la felicidad es la obtención de todos mis deseos, ¿qué mantendrá mis ganas de vivir, luego de obtenerlos?, ¿dónde encontraríamos reposo? Porque de ser así, habría que estar siempre con la mirada puesta en el futuro, cuando lo que atestiguan las tradiciones espirituales y filosóficas más serias, es que la serenidad que acompaña la felicidad solo se obtiene en el presente. En otras palabras, la estrategia que se recomienda es traer el deseo al aquí y al ahora y quitarle la connotación temporal: desear (disfrutar) lo que se tiene y lo que se esta haciendo.

Dicha realista: establecer una relación inteligente con uno mismo, no andar por la nubes ni sobre exigirse con imperativos irracionales. Yo empezaría por la ausencia del sufrimiento, que ya es mucho, que es una gracia, y como toda gracia, un goce.


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La conciencia de existir

La conciencia de existir

Séneca recomendaba que por las noches, antes de acostarse, había que preguntarse si realmente hemos vivido ese día, porque cada jornada es un regalo. Vivir con las ganas puestas a cada momento, implicados en lo que hacemos y lo que dejamos de hacer.

Seguros y coherentes para que “la fuerza de existir” nos empuje a mantener activo nuestro ser y a evolucionar al máximo. La esencia que nos define jamás se conforma, la “voluntad de poder” induce: queremos ser mejores y perfeccionar nuestro yo; no importa la clase social, la inteligencia o la fama, la naturaleza nos induce a crecer psicológicamente: ser más, si se puede.

“¡He vivido! ¡Con cada parte de mi cuerpo y de mi mente, a cada instante, persistentemente!”. Es la sensación de que nos hemos jugado por lo que creemos, que nos hemos apropiado de lo que somos, a la máxima expresión. Vivir implica estar comprometido con el propio yo, de tal manera que nada importante se nos escape, que cada ilusión y cada sueño cuente: percibir cada cosa con intensidad, recordar con lujo de detalles, fantasear descaradamente, gustar y degustar, sentir de veras, pensar de veras, atentamente, con la vitalidad imprescindible de quien no se resigna a perder. Bajar las defensas y dejar que los cinco sentidos se multipliquen.

Es verdad que no siempre andamos enchufados a la mayor capacidad, pero eso no significa que debamos entregarnos a la apatía del insensible. ¿Dónde está la belleza? Pues en cualquier parte. Tropezamos todo el tiempo con ella, pero no la vemos. ¿Qué puedo descubrir si estoy encerrado en mí mismo, esperando el nirvana o algún paraíso perdido? El sabio no busca la eternidad, ya habita en ella. Insisto: el plan es bajar los umbrales sensoriales para que la experiencia entre y nos sacuda. La gente se resigna al letargo, a la parálisis de los sentidos que ya parecen callos.

Haber vivido cada día de verdad es también reafirmar los papeles que hemos aceptado llevar a cabo. Si soy padre, pues seré un padre con mayúsculas, un buen padre, un padre dispuesto. Si soy esposo o esposa, pues me lo tomaré en serio y haré que mi pareja reconozca positivamente mi presencia. Si voy a trabajar en algo, trabajaré lo mejor posible. Si soy hijo, pues no lo seré de tanto en tanto, abrazaré a mis padres como si fuera el último día. El yo es información organizada sobre lo que pienso, hago y siento, sobre las aquellas creencias, motivaciones y valores más arraigados, que necesitan actualizarse y revisarse para no perder la identidad y fortalecerla.

¿Quién puede decirse a sí mismo, honestamente y con plena certeza: “he vivido”? No muchos. Unos pacientes me decían que vivían a ratos, porque la mayor parte del tiempo los invadía un sentido de despersonalización, es decir, cierto desconocimiento de quienes eran. La automatización, el hábito que se repite obsesivamente, no es vida. Vivir requiere de cierta audacia y bastante experimentalismo: vive quien corre riesgos saludables, los demás vegetan. Alguien afirmaba: “No soy yo el que vive… Soy un espectador de mí mismo…”. Fragmentación del ser que no se reconoce, que no se registra en lo íntimo, que se pierde en la sombra que se persigue a sí misma.

Resignarse a lo que no nos gusta, a lo que afecta nuestros principios, a lo que no va con uno, es quitarle fuerza a la vida; es vivir menos, es conformarse con otro yo que internamente se violenta y se apaga. Vivir no solo es respirar, es hacer revoluciones, crear utopías de todo tipo, renovarse, recrearse, vencer los miedos, superar las dudas, y muchos etcéteras más. Seneca tenía razón, si hemos vivido hoy, queremos repetir mañana.


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El placer es el «ya», y el deseo, el «después»

El placer es el "ya", y el deseo, el "después"

Deseo y placer. La mente los mezcla en una dimensión temporal y se confunde. El deseo es el placer proyectado en el tiempo, la anticipación de la alegría, el goce o la felicidad. El placer es el “ya”, y el deseo, el “después”.

Presente y futuro. Pero si el desear es un acto determinado por la carencia, por lo que no tenemos y añoramos obtener, cabe preguntar: ¿en qué se convierte cuando lo alcanzamos? Ya no sería privación o escasez, ya que estaríamos haciendo uso del objeto del deseo, degustándolo, consumiendo y agotándolo. Una vez llegamos a la cima, ya no vemos la cima. En ese momento, la psiquis transforma la avidez augurada, en placer contante y sonante. Una vez saciados, a otra cosa, hasta que el deseo empuje de nuevo para eliminar el aburrimiento. Parecería que para el deseo no hay presente, su dinámica fluctúa entre el recuerdo de las sensaciones vividas y la expectativa de concretarlo. Cuando pasa por el presente, no lo identificamos con claridad.

Epicúreo fue el que más se aproximó a una comprensión verdadera de este juego tiempo/placer. No solo lo conceptualizó, sino que lo puso en práctica. Para él y sus discípulos hedonistas, el “goce de vivir” fue el “arte de vivir”. El bien supremo no era la virtud en sí misma, sino el placer saludable y la felicidad asociada. Epicúreo deseaba lo que tenía, las “ganas” se convertían en potencia de vida, en autorrealización, en una fuerza por existir cada vez más, sin mojigatería ni doble moral. Es decir: era un modo de vida, como diría el filósofo Pierre Hadot.

Un punto del epicureísmo que me parece vital, es la diferencia que se establece entre el placer cinético (causado por un estímulo que llega, nos impacta positivamente y/o cubre una necesidad: tengo hambre y tomo alimentos, tengo sueño y duermo, estoy bajado y pruebo estimulantes) y el placer estático (el disfrute reposado y pacífico, el placer fundamental) que se obtiene cuando estamos en una situación “sin dolor”, debido a que el aversivo desparece o se controla y el balance interior ha sido recobrado. El estado estático ideal, el del hombre sabio, ocurriría cuando se logra disfrutar de “la ausencia de una necesidad” bastante tiempo después de que el dolor se ha ido: por ejemplo, el placer de no tener sed, sueño, hambre, ansiedad, de no estar solo, enfermo o en desamor. En fin: el agrado del “no”.

Pero como resulta obvio, esta ausencia del malestar suele pasar desapercibida por nosotros, a no ser que sea reciente. Nadie está feliz porque no tiene una espina clavada o no le duele una muela, si eso le ocurrió hace años o meses. Nadie se alegra de “estar sano”, si no acaba de salir de una enfermedad (se nos olvida muy rápido por lo que pasamos). Pocos agradecen tener una buena pareja, un buen trabajo, unos buenos hijos, amigos y estar vivo, simplemente por que sí. Nos acostumbramos a la ausencia de dolor, al estado simple y maravilloso de estar sin la tortura. No niego que haya estímulos que nos sacudan, y que si no son dañinos conforman el picante de la vida, pero lo otro, lo ya resuelto, lo cotidiano, el sosiego que habitamos por no estar hambrientos, sin achaques o sin padecimientos en general, lo ignoramos. Lo damos por hecho. Creamos una amnesia al “placer del no sufrimiento”, quizás porque sea una felicidad que entra por la puerta de atrás. Estar atentos a los placeres estáticos, que son miles, haría que la alegría de vivir fuera inmensa: desearíamos y disfrutaríamos lo que tenemos, no solamente lo que quisiéramos tener. Recuerdo un señor sobreviviente de la guerra civil española, que había decido mantener activo el placer de una comida digna y un buen vaso de vino después de las angustias pasadas. Cada almuerzo y comida se le veía sonreír para sí.

Algunas religiones cuentan con ritos de “agradecer a Dios” que pueden ser vistos como una forma de atención consciente a la dicha estática. Queda claro que no hablo de resignación o abandono de sí mismo. No me refiero a reprimir el placer, sino a ampliarlo hasta abarcar el presente. Traer el deseo al “aquí y el ahora” es resaltar la dicha que conservamos y no vemos. La serenidad de la mente es una condición que permanece más allá de estímulo-respuesta. Se trata de sentir la plenitud del ahora, el placer de un reposo auténtico donde la percepción del “no dolor” sea cada vez más consiente. Algunos hablan de gratitud.


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¿Puede liberarse la mente?

¿Puede liberarse la mente?

En el atolladero que nos encontramos no parece haber salida. La globalización, las megatendencias y el ciberespacio nos atrapan como las arenas movedizas, cuanto más intentamos salir, más nos hundimos.

Este desorden existencial, esta Matrix vivencial que nos aleja de nuestra propia realidad, la que queremos construir en libertad y uso de nuestras facultades menos condicionadas posibles, no es fácil de ubicar, porque al ser parte de ella, nos confundimos en la maraña. ¿Dónde está la salida del laberinto?, ¿Hacia dónde dirigirnos? Una de las opciones facilistas parece ser la del consumismo y la compra de felicidades pasajeras. El deseo ocupa la mayor parte del menú y sus manifestaciones son cada vez más variadas, por eso las nuevas adicciones suelen ser tan extrañas (internet, amor, celular, belleza, potomanía –adición a tomar agua para “adelgazar”-). Necesitamos cada día más formas de satisfacciones inmediatas, desechables y cambiantes para mantener el cerebro en un estado de aparente equilibrio. Siguiendo a Epicúreo, el placer que añoramos es el “cinético” (que llega intempestivo, nos chuza y se aleja hasta que otra carencia lo llame nuevamente) y no el “placer” estático que surge de la ausencia del dolor, de estar simplemente bien, sin el malestar a cuestas (no estoy enfermo, no tengo sueño, no tengo hambre o estoy sano, estoy despierto, estoy alimentado). Dicho de otra forma: no vivimos la alegría de no estar sufriendo, no atendemos a ese estado, sino al placer que llega del alivio. No somos consientes del bienestar que genera la salud en reposo y preferimos concentrarnos en el impacto del refuerzo positivo. No procesamos la felicidad del reposo o la felicidad en acto, que sugería Epícteto, deseamos más la estimulación, que la ausencia de ella; ruido, más que el silencio. Los momentos de soledad angustian a muchas persona presa del consumismo, porque a solas deberán adentrarse en sí mismas, afrontar la propia identidad generalmente fragmentada por los intereses creados desde afuera. Habitar el mundo, es también ocuparse de uno y ver el “yo” desde adentro.

La mente libre se opone a la subyugación y a perder el norte. Es rebelde, promueve la contracultura y se reafirma en una forma de resistencia individual, que aunque no cambie de manera radical al mundo, al menos permita elegir sensatamente. No busca el nirvana ni la beatitud, se conforma con ser ella misma, con gobernar su mundo interior y dejar por fuera lo que la destruye. Siguiendo algunas enseñanzas de la antigüedad, que han permanecido limpias, al menos en sus fundamentos, yo diría que una mente libre promueve o se apropia de tres aspectos:

• La ataraxia o tranquilidad del alma, serenidad, no ansiedad o preocupación. La imperturbabilidad del ánimo o la menor turbulencia posible.

• La autarkeia o autonomía, independencia, el autogobierno, la libertad de orientar la propia vida como se nos de la gana, hacerse dueño de ella

• La apatheia o impasibilidad e indiferencia a todo aquello que pueda poner las pasiones y las emociones negativas fuera de control.

Las tres unidas forman un bloque de oposición a la despersonalización, una vacuna que facilita la reorientación del yo. Poder estar anclado en uno, sin perderse como una rueda suelta en universo de la oferta y la demanda, dignifica. Si logramos alejarnos de las necesidades vanas, ordenar los deseos sin que nos dominen y eliminar los temores irracionales, estaremos muy cerca de la liberación interior.

La mente libre no es un estado, sino un movimiento dinámico que va reacomodándose sobre la marcha, es un proceso vivo y creativo, especialmente sensible, que orienta el organismo hacia fines saludables. La mente libre es fiel a sus talentos naturales, no se deja seducir fácilmente y ejerce el derecho a decir no. Y por hallarse en una elaboración constante, está muy cerca de la sabiduría, así no logre alcanzarla nunca. El sabio ya sabe vivir, la mente libre esta en condiciones de aprender a vivir y a resistir. Es un estadio previo a la plenitud, por decirlo de alguna manera. Una diferencia de grado infinitamente complejo y bellamente simple. La mente libre es el umbral, luego sigue el salto.


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