El maravilloso, «no sé»

Aunque algunos “no sé” deben evidentemente subsanarse por ser manifestaciones del más crudo y elemental atraso (por ejemplo, “No sé leer”), o incluso producto de alguna enfermedad mental (por ejemplo, “No sé quien soy”), otros poseen un poder liberador. 

Reconocer que no se sabe, más que convertirnos en sabios socráticos, nos quita un peso de encima. Tener la obligación de ser un “superentendido” es una carga difícil de llevar. Los sabelotodos sufren. Más aún, creo que a los famosos Nerds les duele más la desactualización que el rechazo social.

Los individuos que cifran su valía personal en la sapiencia, no viven tranquilos, porque siempre habrá alguien que esté más informado. En los ambientes universitarios altamente competitivos, la pregunta más temida es: “¿Leíste el último artículo del Journal? ”. 

Los expertos pululan por doquier y marcan la pauta de lo que se debe saber y de lo que está “out”. Si algún insolente decide mostrar abiertamente su incultura, se lo hace a un lado sin piedad. El “no sé” es ofensivo, muestra de barbarie, simpleza o tosquedad.

Hace poco estuve en una exposición de pintura. Mientras estaba viendo un cuadro, en el cual una carreta cargada de flores era empujada por un ángel alado, se me acercó uno de esos insoportables “peritos”. Supe que lo era porque usaba bufanda, un bastón de corte ingles (similar al de Los Vengadores), hablaba pausadamente (como si pensara demasiado), se desplazaba en cámara lenta y frente a cada cuadro se acariciaba el mentón como diciendo: ”Ajá”. Al parecer era alguien muy destacado en el mundo del mercadeo artístico, porque todos estaban pendientes de sus gestos, ademanes y opiniones y aunque sus comentarios eran absolutamente ininteligibles para la mayoría, muchos asistentes le hacían venia.

Cuando en un momento dado me preguntó qué opinaba de la obra, argumenté un simple y escueto: “Me gusta” Cuando trató de indagar sobre los fundamentos teóricos de mi predilección, le expliqué que no tenía la menor idea. Y agregué: “Mi elecciones artísticas siempre están mediadas por mi colon espástico (si se inflama, me gusta), por la percepción del color (si me alegra, me gusta), por el tamaño del cuadro (si es muy chiquito, no me gusta), por los recuerdos que me activa y, claro está,  por el precio”. En menos de un segundo, me quedé solo.

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El miedo a reconocer públicamente las propias limitaciones está profundamente arraigado en nuestra cultura. Preferimos mentir a mostrar nuestras falencias intelectuales. El rechazo nos produce terror. Erróneamente asociamos inteligencia a información. Reverenciamos la instrucción mucho más que la humildad. Cuando un profesor le dice al estudiante que no sabe la respuesta, está exhibiendo su lado humano y falible. El mejor ejemplo. Obviamente hay gente que posee más preparación que otra, pero eso no los hace especiales ni superiores.

Una mente repleta de datos, es una mente embotada. El erudito siempre es prisionero de sus conocimientos, mientras el sabio nunca es esclavo de su saber. El primero, busca ilustración; el segundo, asombro filosófico y diversión. 

Ser capaz de decir abierta y tranquilamente “No sé”, nos libera, porque ya no hay nada que disimular. Nos hace honestos y modestos. Nos quita el lastre de la suficiencia y el cansancio de tener que mantenerse en primera fila. Cuando descartamos la absurda necesidad de mostrarnos brillantes, oportunos, sagaces e inteligentes, una asombrosa calma adviene. Es el sosiego del que nada tiene que alardear y mucho que aprender. Es el punto cero donde la verdadera comprensión comienza a gestarse.

El derecho a no saber es uno de los derechos asertivos fundamentales. Ejercerlo es placentero, relajante y digno de un cerebro perspicaz. Manifestar a los cuatro vientos: “No sé, y qué”, es el reto de una mente que decide romper las cadenas del qué dirán y disfrutar del maravilloso encanto de una ignorancia bien pensada.