Cada vez que me acerco al tema del amor universal salgo mal librado. Hay algo que no me cuadra. No sé si es la influencia del delicioso desorden americano en el que me crié, o cierto realismo afectivo que me ha acompañado en las lides amorosas, pero la idea de un sentimiento indiscriminado e impersonal que trasciende fronteras y se apodera de las parejas, me parece una mala importación oriental. Una traslación demasiado mecánica y ajena a lo que somos: latinos alborotados, coléricos hasta la médula, intensos y febriles.
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Dos clases de amor…

La adicción afectiva

Una mujer de treinta años, soltera y profesionalmente exitosa, hacía la siguiente descripción de su “relación amorosa”:
“Estoy cansada… Llevo doce años de novia y nada parece funcionar… El problema no es el tiempo, sino el trato que me da mi novio… Él no me maltrata físicamente pero sí lo hace verbalmente… Me dice que soy la mujer más fea que ha visto y que le doy asco… Si estamos en algún lugar público, me hace caminar adelante para que no lo vean conmigo porque le da vergüenza… Cuando le llevo un detalle, si no le gusta, me grita tonta y retardada, lo rompe o lo arroja a la basura muerto de la furia… Yo siempre soy la que paga las cuentas… Jamás me abraza o acaricia, porque dice que me voy a mal acostumbrar… Tiene otras mujeres, me cuenta lo que hace con ellas y me obliga a escucharlo… Si no le presto el carro me insulta… El otro día me escupió en la cara…”
¿Cómo es posible que una persona pueda llegar a tolerar este tipo de agravios y someterse así? Cuando se le preguntó por qué no lo dejaba, contestó entre apenada y esperanzada: “Es que lo amo… Pero si pudiera desenamorarme, lo dejaría…“. Ella buscaba el alivio, pero no la cura.
No hay que esperar a desenamorarse para terminar con una relación destructiva. En estos casos, la estrategia adecuada para enfrentar el problema es la misma que se utiliza en farmacodependencia, donde el adicto debe pelear con la apetencia y sacrificar el placer inmediato por la gratificación a mediano o largo plazo.
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En las adicciones afectivas (apego), nos guste o no, todo el trabajo de ruptura e independencia emocional deberá hacerse con el supuesto amor a cuestas: “Aunque lo quiera, me alejaré de él porque no me conviene”. Muy difícil y solo para valientes, pero así es. No importa cuanto duela, si es dañino, hay que retirarse y no consumir. El desamor no es un requisito para desligarse de las relaciones enfermizas, sino más bien su consecuencia. Además, no creo que el amor pueda disminuirse a fuerza de voluntad y razón, eso es puro cuento. De ser así, el proceso inverso también debería ser posible, y tal como lo muestran los hechos, uno no se enamora del que quiere, sino del que puede.
La mujer antes mencionada era una adicta a la relación o si se quiere, una adicta afectiva. Mostraba la sintomatología típica de un trastorno por consumo de sustancias, donde la dependencia no estaba relacionada con la droga, sino con la seguridad de tener a alguien, así fuera una compañía espantosa. El diagnóstico de adicción se fundamentaba en los siguientes puntos: (a) pese al maltrato, la dependencia había aumentado con lo meses y los años; (b) la ausencia de su novio producía un completo síndrome de abstinencia no reemplazable por otra “droga”; (c) existía en ella un deseo persistente de terminar el noviazgo, pero sus intentos eran infructuosos y poco contundentes; (d) invertía una gran cantidad de tiempo y esfuerzo para poder estar con él, a toda costa y por encima de todo; (e) había una clara reducción y alteración de su normal desarrollo social, laboral y recreativo debido a la relación; y (f) seguía alimentando el vínculo a pesar de tener consciencia de las graves repercusiones psicológicas para su salud. Un caso de “amorodependencia”, de dudoso amor.
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El núcleo duro de toda relación de pareja es el autorrespeto. Sin él, dejaríamos de ser queribles. Sin ese conjunto de principios no negociables, quedaríamos a merced del mejor postor y el amor propio se volvería añicos. El apego corrompe, degrada, limita, cansa, desgasta y agota nuestro potencial. Por el contrario, la dignidad libera, el autocontrol ayuda, la autoestima engrandece, la autoeficacia nos vuelve atrevidos, y el realismo afectivo, por más crudo que sea, enseña a perder. Mal de amores o salud afectiva: la elección es nuestra.
La amistad en la pareja

Amistad amorosa: gozar de la persona amada sin angustia y con benevolencia. Me alegra tu alegría, me complace verte feliz. Amor compañero: el cariño que sentimos por aquellos con quienes nuestras vidas están profundamente entrelazadas.
Algunos psicólogos no ven con buenos ojos la amistad de pareja y tienden a separar el amor de compañerismo, de la libido. Por ejemplo, Stemberg, dice al respecto:
“El amor de compañerismo es el resultado de los componentes intimidad y decisión-compromiso del amor. Se trata, esencialmente, de una amistad comprometida, de larga duración, del tipo que frecuentemente en los matrimonios en los que la atracción física una fuente primordial de la pasión, ha disminuido”
Hacer incompatible el compañerismo de pareja con el deseo, es crear una falsa dicotomía. ¿Quién dijo que el compromiso voluntario que nace del “querer simpático” es irreconciliable con la chispa de eros? O por el contrario, ¿no será que el sexo maduro, el que surge de la buena convivencia, posee la cualidad, el cuerpo y el aroma de los vinos añejos? No se trata de excluir la pasión del compromiso, sino de integrarlos en un amor más unificado y completo. Nadie niega que con el paso de los años la atracción física disminuye, pero tal como he dicho antes, la sal, el gusto por la relación, puede estar en muchos otros elementos.
El filósofo Vernant, sin duda más realista, se refiere a la amistad de pareja como una relación entre camaradas:
“Ser camaradas es ser amigos en el día a día. Cuando se ha comido se ha bebido y reído juntos y se han hecho también la cosas importantes y serias, esta complicidad crea tales vínculos afectivos que solo se puede sentir llena la propia existencia en y por la proximidad del otro”
Los compañeros de abordo, como decía Brassens en una de sus canciones. En los años sesenta la palabra “camarada” fue adoptada por el partido comunista para referirse a los que “militaban en el mismo bando y compartían las mismas ideas”. La dimensión política del amor: personas comprometidas con la misma causa, independiente que sean de derecha o izquierda.
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Según Aristóteles, “comunidad” es la asociación de dos o más individuos que tienen intereses comunes y que participan en una acción común. En un sentido similar, los psicólogos sociales describen dos tipos de alianza afectiva: relaciones de intercambio y relaciones comunitarias. En las primeras se llevan cuentas y se hace un permanente balance costo-beneficio. En las segundas, los cálculos no son tan importantes porque el saldo nunca está en rojo, nadie se aprovecha del otro.
Amistad amorosa: comunidad afectiva de dos que se desean. No solamente eres “mi amor”, lo cual es entendible y hasta lógico porque te amo, sino alguien más fundamental, más cercano, más philico: eres “mi compañera (o)”. ¿Compañera (o) de qué?: de intimidad, de vida, de sueños. Hacer el amor con la mejor amiga o amigo, esa es la amistad de pareja.
El amor y los nuevos valores

Si queremos modificar los paradigmas que tenemos sobre las relaciones afectivas, debemos revisar nuestras concepciones tradicionales sobre el amor en general y el amor de pareja en particular a la luz de un conjunto de valores renovados. En realidad, no sé si Dios es amor, pero de lo que estoy seguro es que el amor interpersonal humano, el que nos profesamos en el día a día y aquí en la tierra, está bastante lejos de cualquier deidad.
Hay al menos cuatro “valores” que han sustentado un amor convencional negativo para la salud mental, los cuales llevamos a cuesta como una obligación histórica que trasmitimos de generación en generación mecánicamente. Gran parte de nuestras relaciones interpersonales y afectivas se rigen por estos principios, que insisto, hemos incorporado a nuestros esquemas como verdades absolutas. Mientras exista este fundamentalismo sentimental estaremos condenados a un sufrimiento absurdo que nos impide vivir el amor de manera libre y relajada.
El primer valor a revisar es el de la fusión amorosa. La obstinación de querer ser uno donde hay dos. “Mi media naranja”, “Mi complemento”, “Mi alma gemela”: pura adicción, pura simbiosis. Un solo espíritu, una sola alma, un solo cerebro, un manojo de ideas amalgamadas hasta el hartazgo. Adiós al asombro. Las “almas gemelas”: ¿no sería mejor, más fácil y pragmático, al menos para los que no vivimos en el “plano astral”, buscar una forma de unión más aterrizada? ¿Qué hacer?: cambiar la fusión por el valor de la solidaridad: estar unidos, en comunidad y de manera participativa. Dos individualidades que se vinculan, porque amar la diferencia es amar dos veces. Estar sindicalizados en el amor.
El segundo valor es el de la generosidad amorosa. No es que esté a favor de la tacañería, lo que ocurre es que en la relación de pareja siempre esperamos algo (en la generosidad no). Si eres fiel, esperas fidelidad; si eres tierno, esperas ternura; si das sexo, esperas sexo, en fin: esperamos. Es más saludable agregar a los brotes espontáneos de generosidad, el valor de la reciprocidad. Justicia distributiva (Aristóteles) y justicia conmutativa (Santo Tomás). El amor recíproco da y recibe. Amor de ida y vuelta, equilibrado, justo, ético. No milimétrico, sino proporcionado.
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El tercer valor es la obligación o el deber conyugal. Las relaciones afectivas cuyo vínculo se instala sobre la base de los imperativos se van agotando a sí mismas. La relación amorosa no puede ser una exigencia. No se trata de estar con quien porque se debe estar, sino estar con quien se quiere estar. Los deberes son necesarios para cualquier tipo de convivencia siempre y cuando no afecten la dignidad de nadie. El deber razonable y bien concebido es un cimiento para el respeto, pero el deber inexorable e irracional tiende a justificar todo tipo de violaciones. Hay que convivir con el deber razonable y pasarle por encima al deber irracional. Es mejor completar las obligaciones, contratos y juramentos con el valor de la autonomía. Autogobierno, independencia personal con ayuda de la razón. ¿Cómo potenciar el “yo auténtico” si no somos libre de desear lo que queremos y de afirmarnos en lo que pensamos?.
El cuatro valor es la tolerancia. Si alguien dijera yo tolero a mi pareja, no apostaríamos cinco centavos por esa relación ¿Hay que tolerarlo todo? Obviamente no. Al igual que cualquier principio de vida, hay que fijar límites. Aunque la palabra tolerancia posee una acepción positiva (pluralismo, democracia), “tolerar”, de acuerdo a un reconocido diccionario de sinónimos, también quiere decir: soportar, aguantar, sufrir, resistir, sobrellevar, cargar con, transigir, ceder, condescender, compadecerse, conformarse, permitir, tragar saliva, sacrificarse. Es más inteligente recurrir al valor del respeto. Reconocer al otro como un interlocutor válido, que tiene algo importante qué decir y a quien vale la pena escuchar en serio. Mucho más que tolerar, sin duda.
Los cuatro valores guía que he propuesto tienen arraigos en grandes movimientos a favor de la dignidad. Los tres primeros responden a la Declaración de los derechos del Hombre y el Ciudadano y el cuatro valor se desprende claramente de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El amor saludable y valioso, es compatible con ambas manifestaciones.
El poder de la belleza

Ser bello tiene sus privilegios. Tal como atestiguan algunas investigaciones, las personas bellas son mejor tratadas, se las considera más bondadosas, se las disculpa más y se las atiende mejor. Incluso el atractivo femenino pueden ser un valor agregado para los varones. Por ejemplo, cuando un hombre aparece acompañado de una mujer muy sexy, aumenta su favorabilidad: dime con quién andas y te diré cuánto cotizas. En el caso inverso, la predicción no se cumple: la evaluación de la mujer depende más de su encanto personal que de la compañía de turno: no me importa con quién andas, si eres bella, eres atractiva de todos modos.
Se ha descubierto que en casi todas las culturas, el rostro femenino de mayor atracción es aquel de aspecto infantil, ojos grandes y separados, nariz y barbilla pequeña, sonrisa amplia y cejas altas. No está de más agregar que la búsqueda de estos rasgos, disparadores visuales del eros masculino, ha llevado a muchas mujeres a crear una obsesión por sentirse especialmente deseadas.
Como resulta obvio para cualquiera que haya estado en estas lides, los hombres somos más propensos a la belleza física que las mujeres, mientras éstas se inclinan más por atributos como el poder, la posición social y el prestigio, aunque no exclusivamente. Una mujer bella y coqueta puede resultar tan peligrosa como un hombre de chequera abultada.
Así que por más que las feministas hagan pataletas y posiblemente con razón, para la gran mayoría de las señoras y señoritas, el varón exitoso, excita. El dinero es sexy, aquí y en la China. Otra vez los datos: a las mujeres les gustan los hombres que muestren signos de dominio, que sean inteligentes y ambiciosos, altos y fuertes, y si además son “bonitos”, mejor, mucho mejor. Los psicólogos sociales son precisos al decir que en general, las mujeres ofrecen belleza y buscan seguridad financiera, mientras los hombres ofrecen posición financiera y solicitan ciertas característica físicas.
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¿Y en cuanto a la belleza masculina? El cuento de que “los hombres son como el oso” debe haber sido un invento de los feos. Los especímenes “lindos”, tipo Brad Pitt, producen tanto revuelo en las mujeres como un terremoto. Se me dirá que personas como Sean Connery o Harrison Ford igualmente hacen estragos, pero es que ellos también son atractivos, maduros, pero buenos mozos. La tendencia es clara: al igual que las mujeres, los hombres bien parecidos son mejor evaluados y más admirados, incluso los políticos, que es mucho decir.
Los varones poderosos y la mujeres bellas suelen tener un cortejo de simpatizantes dispuestos a todo para obtener sus favores. Competir con esos admiradores o admiradoras es definitivamente estresante: siempre habrá una mujer más bella o un hombre más platudo que nos ponga a tambalear. Por eso pienso que es mejor tener una compañera normal, una mujer sin silicona, que no deslumbre ni active tanta testosterona en los rivales masculinos: más calma y menos mala sangre. Igualmente, es mejor enamorarse de un varón normal, ni tan alto ni tan opulento, uno que se acurruque de vez en cuando, que pida consejo, que haga sentir a su mujer como la más hermosa y extraordinaria el mundo, aunque no sea exactamente así: ¿qué importa la objetividad, si nos sentimos amados? Definitivamente, el promedio tiene sus encantos.
Odiar es muy fácil

Odiar es muy fácil, amar es un poco más difícil. Desear la destrucción del prójimo ocurre con una facilidad incomprensible considerando sus implicaciones éticas y psicológicas. Lastimar innecesariamente a otros, basados exclusivamente en la idea del “ojo por ojo” o en el código antisocial de la venganza, parece ir en contra de toda ley natural, y aún así ocurre. Odiar es desearle lo peor a otro ser humano. No es la defensa adaptativa ante un ataque, sino el recordatorio, la alimentación permanente del sentimiento negativo. El odio no se extingue ni se agota cuando lo utilizamos, más bien se ahonda y se refuerza a sí mismo, durante meses, años o siglos. De manera similar a lo que ocurre con la dependencia a la drogas, el odio no se sacia, el organismo no es capaz de procesarlo y absorberlo hasta alcanzar el equilibrio.
El esquema del odio se autoperpetua en una espiral infernal. Cuando se intenta equivocadamente aliviar la sed de venganza matando a alguien, es posible que la familia o los amigos de la víctima también recurran a la violencia para “resarcir” la cuestión, lo que hará que los nuevos afectados reaccionen nuevamente con violencia. La herencia de la muerte que se trasmite como un legado de “honorabilidad”, de generación en generación, de momento a momento. Paranoia, abuso, acción y reacción, defensa y ataque, la filosofía de la guerra. El odio es el patrimonio de los depredadores humanos (los animales no odian, solo sobreviven), la justificación emocional que «legaliza» la aniquilación de las víctimas.
El encono emocional extermina el amor, porque se opone a la existencia de la persona. Es lo del amor espinosista, tal como lo define Comte-Esponville: “Amar es la alegría de que el otro exista”. En cambio, odiar es negar la existencia ajena, proclamar su “no ser”: “Me da rabia de que existas”.
Pero el odio, también adopta formas menos dramáticas y genocidas. No siempre atacamos a mansalva, no siempre la agresión manifiesta se impone. En ocasiones la ira se reprime y la ira se transforma en rencor, en resentimiento, en furia no resuelta que se instala en la memoria emocional y no nos deja en paz. No hay tranquilidad si mi mente está empeñada en desear el mal. Odiar quita tiempo, exige una gran inversión de recursos y amargura, por eso es que el aborrecimiento sostenido enferma a quien lo siente.
Y también genera tristeza, degradación de la vida. Nadie puede crecer en el odio ni acercarse siquiera a la felicidad porque se opone al hecho mismo de vivir, a la naturaleza del universo. La aversión obsesiva hacia otro ser vivo nos quita la opción de la convivencia y nos ubica en un campo de batalla minado de negativismo y miserias.
No digo que todo el mundo deba caernos bien. Hay rechazos muy viscerales. De lo que hablo es de la animadversión vital, de la necesidad imperiosa de querer provocar el mal a un semejante, de disfrutar su desgracia, de recrearse en la malevolencia.
¿El tiempo todo lo cura?
Dudo de que sea así. A veces el tiempo alimenta el sentimiento negativo y lo hace más nocivo. Es mejor estar a favor de la vida, es más saludable disfrutar la paz y más alegre regocijarse en el amor.
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El arte de sentirse fracasado, sin serlo

En psicología se explica que los humanos establecemos todo el tiempo atribuciones sobre las posibles causas de lo que nos ocurre. Por ejemplo: si te sientes mal por cometer un error puedes escapar al desasosiego haciendo atribuciones externas (la causa del error no dependió de mí), inestables (es probable que no vuelva a ocurrir) y específicas (no ocurrirá en otra situaciones distintas) sobre el fracaso.
Veamos dos formas de encarar un mismo problema. La primera te libera y la segunda te hunde y te acerca a la sensación de fracaso:
- Supongamos que te vaya mal en un examen y aplicas este tipo de atribuciones: piensas que el profesor exigió demasiado (causa externa), que la insuficiencia académica es un hecho aislado y no tiene por qué volver a ocurrir (causa inestable) y que esta falla no afectará otras materias (causa específica). Una persona que piensa así, si es realista, honesta y asume su responsabilidad real, no se sentirá mal ante el fracaso ni se autocastigará. Se tratará con cuidado y respeto. No pensará que es un desastre, ni atribuirá todo el fracaso a su persona como consecuencia de una generalización irracional. Se dará otra oportunidad.
- Supongamos ahora el caso opuesto, que ante un mal resultado en un examen la persona pensara que la causa es: interna (“El error dependió totalmente de mí”, “Soy el responsable único de lo ocurrido”), estable (“Siempre me ocurrirá lo mismo”) y global (“Seguiré fallando en los exámenes de distintas materias”). Con este razonamiento la conclusión y rotulación final es apenas obvia: «Soy un fracaso, no soy capaz, soy una persona poco inteligente y no tengo forma de evitarlo». Atrapado en la más profunda decepción de uno mismo.
Es este segundo caso el que te llevará indefectiblemente a la depresión si lo aplicas con frecuencia, ya que asumes toda la responsabilidad del hecho sin atenuantes e injustamente y lo atribuyes de manera categórica a tu escasa capacidad intelectual. Inescapable. Además, como si no fuera suficiente, haces un pronóstico catastrófico de tiempo y lugar a seguir fracasando en cualquier situación académica ¿Cómo podrías sentirte bien pensando de esta manera?
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Aunque te parezca extraño, muchas familias y centros educativos estimulan este tipo de reflexiones pensando que si te exiges exageradamente y vez un futuro gris te pondrás las pilas para evitarlo y aprenderás a ser mejor a base de sufrimiento y una autoexigencia despiadada. Los psicólogos cognitivos decimos que esta manera de interpretar los hechos negativos (atribuciones internas, estables y globales para el fracaso), llevada al extremo, te arrastrará a sentirte un miserable y profundamente imperfecto, sin serlo.
La personalidad culposa

Cuando la culpa se convierte en hábito o rutina, aparece lo que los psicólogos cognitivos llamamos personalización.
Esta distorsión mental hace que algunas personas, por aprendizaje social, se conviertan en esponjas culposas. Todo lo malo que ocurre a su alrededor se lo atribuyen a sí mismas, aunque no tengan nada que ver. Una percepción equivocada les lleva indefectiblemente a la conclusión: «Es mi culpa” ¿Costumbre masoquista? Quizás, pero también infantil e inmadura, porque en el fondo existe un egocentrismo magnificado que les indica que todo tiene que ver con ellos, como si fueran el centro del universo. En resumen: la personalización es la mala costumbre de atribuirse la responsabilidad ante determinados eventos externos, sin tener en cuenta otras explicaciones posibles. Es ponerse en el ojo del huracán cuando a veces ni siquiera hay huracán.
Una paciente, a quien su marido había dejado por otra mujer, me decía: «Él no tiene la culpa, la tengo yo». Yo le respondí: «¿Por qué me dice esto? Usted fue una buena esposa y madre, siempre estuvo a su lado cuando él la necesitó, fue leal, buen amante, confiable, ¿por qué ahora me dice que es la principal culpable?». Luego de pensar un momento, volvió a lo mismo: «Debería haber hecho más esfuerzo, haber dado más de mí. Él es una gran persona, yo fui poca cosa para él». Personalización a la enésima: siempre estar por debajo y culpable. El historial del hombre que había sido su marido no era el mejor, lo que ponía en duda aquello de «una gran persona»: infidelidades a granel, mal trato, indiferencia, frialdad sexual, egoísmo y muchos brotes narcisistas, en fin, un agujero negro afectivo. Y ella, haciendo caso omiso a la realidad afectiva de su matrimonio, confirmaba mágicamente una responsabilidad personal inexistente, como si un instinto de culpabilidad la arrastrara desde lo más profundo de su ser. Si tienes la manía de hacerte responsable por todo lo que te ocurre, no lo dudes, pide ayuda profesional. La tendencia de apropiarse de la culpa irracionalmente, no te hace mejor persona, te enferma. La culpa compulsiva es una patología, así algunos la vean como una forma de excelencia y redención humanitaria.
Amores altamente peligrosos

No todas las formas de amar son aceptables, simplemente porque haya amor de por medio.
Se nos ha dicho que aceptar la manera de ser de la pareja es un requisito imprescindible y necesario para que la relación prospere, sin embargo, esta premisa es válida siempre y cuando el estilo del otro no atente contra mi seguridad física y psicológica. Esto que parece obvio, no lo es tanto para muchos enamorados del amor que con espíritu masoquista y miedo a quedarse solos apelan a la técnica del “perismo”, un mecanismo de autoengaño que intenta mermar la cosa y diluirla en disculpas de todo tipo: “Es agresivo, pero yo se manejarlo”, “Me ha sido infiel, pero se que cambiará”, “No expresa afecto, pero es su manera de ser”, “Es demasiado desconfiado, pero yo no le doy motivos”. “Peros” y justificaciones por todas partes, evitación llevada a su máxima expresión. Aceptemos que algunas disculpas puedan tener fundamento, no obstante, si la felicidad de la persona que amamos es inversamente proporcional a la nuestra, algo anda mal. Si para que seas feliz, debo inmolar mi yo, tu “manera de amar”, ni me conviene ni me apetece.
Los estilos afectivos son formas de procesar, vivir, sentir y pensar el afecto. Este procesamiento surge de cómo me veo a mi mismo y como percibo a los demás y al mundo. En esta conjunción de datos, la mente crea un estilo que tenderá a utilizar en todas las relaciones. Son rasgos de personalidad, perfiles afectivos que definen un modus operandi, una dinámica del intercambio emocional. Si estos modos de procesar la información son distorsionados y están influidos por creencias irracionales, la propuesta será insensata e impedirá un acople y un acuerdo entre las partes. Por ejemplo, un individuo paranoide se verá a sí mismo como vulnerable a los ataques de los demás. Percibirá el mundo como un lugar demasiado peligroso y a la gente como esencialmente mala. Esta visión de la realidad propia y ajena lo llevará a estar a la defensiva y listo para el contra ataque. Será así en todos los órdenes de la vida, incluso en lo afectivo. Pensará que su pareja quiera aprovecharse de él (en el caso de la personalidad paranoide son más hombres que mujeres), que le será infiel, que es mejor no entregarse afectivamente porque ello implicará bajar la guardia y quedar a merced de las malas intenciones del otro, sentirá un impulso irrefrenable por vigilar, escudriñar, revisar y monitorear cada comportamiento de la persona que dice amar, mantendrá oculta información que considere relevante, en fin, montará un búnker defensivo totalmente incompatible con un amor saludable y cuya victima será la mujer investigada: esposa, novia o amante. Incluso los hijos pueden entrar en la lista negra. ¿Cómo amar tranquila y felizmente a quien desconfía de ti y solo establece un vínculo tan suspicaz como ofensivo?
Los amores tóxicos no son casos aislados en un hospital mental, ellos y ellas andan entre nosotros con su patología a cuestas, tirando redes y captando adeptos amorosos. ¿Quién se engancha a estas propuestas?: aquellos o aquellas cuyos déficit son aparentemente subsanados por el que sustenta el amor tóxico. Por ejemplo, las personas desconfiadas suelen ver en el paranoide la posibilidad de establecer una curiosa forma de alianza estratégica para protegerse del mundo hostil. De manera similar alguien tímido y muy introvertido percibirá el asilamiento social del sujeto vigilante como una feliz coincidencia. El problema ocurre al poco tiempo, cuando una vez enganchados, la pesadilla del control persecutorio hace su aparición.
Es mejor prevenir que curar y tomar consciencia antes del flechazo. Es claro que con el amor no basta, hay que sopesar ventajas y desventajas y sobretodo saber si algunas propuestas afectivas pueden realmente hacernos daño. No digo que nos volvamos obsesivos, más bien se trata de una alerta naranja, al menos hasta que los candidatos muestren sus cartas. Y entonces: si todo transcurre adecuadamente y no se ven moros en la costa, poner el pie en el acelerador, pero si la cuestión no pinta bien, frenar en seco y bajarse, sin culpas ni miramientos.
El culto al dinero

Algunos coleccionan billetes como si fueran estampas, se identifican con el patrimonio y sus riquezas en un oscuro proceso de fragmentación del yo. Juntar dinero de manera obsesiva y compulsiva es una adicción como cualquier otra, que afecta el bienestar psicológico del que atesora. Si la gente vale por lo que tiene se pierde el lado humanista de la existencia: “Me siento orgulloso de mi automóvil, de mi lujosa casa, de mi ropa…”. ¿Y qué hay de uno mismo? No exageremos, estar contentos por algunos privilegios, es una cosa, pero creer que la valía personal está en las marcas que me cuelgo o en el celular ultima generación que muestro a diestra y siniestra, ya es haber perdido el norte. Los que han sido infectados por el virus del hiperconsumismo viven en un limbo difícil de contrarrestar. Sería inútil explicarles que las cosas que obtienen no son ellos, que ellos son mucho más que las mercancías que consiguen, que si te felicitan por las cosas materiales que posees solo significa eso, que te rodean objetos agradables y confortables, pero que no tienen nada que ver tu ser, así te creas el cuento del estatus.
Séneca, en las Epístolas a Lucilo (Libro IX, 80, 10), se refiere a la “Superioridad de la vida del alma” y a “La felicidad en la pobreza”. No es que haya que estar por debajo de la línea de pobreza absoluta para ver el Nirvana o sentir el Paraíso, simplemente alerta sobre el delirio de grandeza que inspira el apego a la riqueza. En sus palabras: “Si quieres sopesarte a ti, deja aparte el dinero, la casa, los honores; contémplate a ti mismo en tu interior; ahora tu valía la juzgas según el criterio ajeno”. En otras palabras: si te sopesas mal, empezarás a competir y compararte con todo el mundo, porque si tu autorrealización depende de la declaración de renta y los bienes disponibles, verás en cada ser humano un contrincante potencial. Cuando tu amigo se compre una finca, querrás una igual o mejor (asi no te guste mucho el campo); cuando tu amiga reforme la cocina, ya no te gustará la tuya; si alguien cercano se muda a un sector más “clasudo”, ya no te agradará el barrio donde estás ahora. Tus señales de seguridad no dependerán de ti.
El culto al dinero nos ubica en lo superficial, en las necesidades banales, en el sueño de una fastuosidad que nunca llega o, si llega, no dejará de hacerlo con una carga ineludible de estrés y miedo a perder lo que se obtuvo. Séneca también afirma que podemos buscar algunos bienes con decoro, sin desesperación, disfrutarlos mientras los tenemos, pero sin perder de vista que estamos dispuestos a prescindir de ellos en cualquier momento. El siguiente ejercicio es útil: poner algunos objetos de valor sobre la mesa y quedarse un rato mirándolos, sin recelo y sin vanagloriarse, solo mirarlos para luego decirse con toda honestidad: “Yo los tengo a ustedes, ustedes no me tienen a mi”. El afán por la riqueza nos lleva a distorsionar las posibilidades reales de conseguir lo que deseamos, como querer comprar amistades, amor, respeto, dignidad y otros intangibles que simplemente no tienen precio.
En situaciones límites cuando la propia vida pende de un hilo, cuando algún ser querido esta en peligro, cuando nos quedamos solos o cuando se derrumba lo vital, nuestras posesiones pierden todo sentido, su valor decrece hasta la mínima expresión. No digo que hay que vivir debajo del puente, lo que pretendo es decir lo que todos de alguna manera ya sabemos, pero evitamos enfrentarlo. La psicología moderna ha demostrado, sin dudas, que las motivaciones internas, son mucho más satisfactorias y beneficiosas que las motivaciones externas. Estar bien con un mismo, con la gente que amamos, en armonía con el cosmos, habitar la cotidianeidad relajadamente, eso es lo importante. Tener metas proporcionadas, donde lo externo sea un soporte para desarrollar las propias fortalezas, y no a la inversa. Recuerdo una anotación hecha por el historiador Diógenes Laercio hace poco menos de dos mil años, en la cual señala que luego de inspeccionar varios puestos de venta, Sócrates solía decir sorprendido: “¡Cuántas cosas no necesito!”.
Resistencia a la tentación y culpa

No cabe duda que el autocontrol bien administrado y regulado sea una virtud y una competencia que permite relacionarse mejor con uno mismo y los demás. Si no caemos en el extremo de la constipación psicológica y afectiva, tener la impulsividad bajo vigilancia nos evita muchas complicaciones.
Sin embargo, no todas las formas de autocontrol son saludables, ya que muchas de ellas conllevan mecanismos y procesos perjudiciales para la mente y el desarrollo de nuestras fortalezas.
Con el fin de que la gente acate las normas preestablecidas que se consideran deseables, la cultura y los métodos de enseñanza que de ella se desprenden suelen hacer uso, al menos, de dos formas de control externo.
La primera es la resistencia a la tentación, la cual consiste en crear miedo a violar la normativa. Los que siguen esta pauta suelen hacer uso de un estilo educativo donde se castiga psicológica o físicamente al niño si hace algo inadecuado o no cumple las ordenanzas familiares, escolares o sociales. Si no se respeta lo prohibido, llega el aversivo, el dolor o la molestia, de tal manera que, con el tiempo, pensar en “actuar indebidamente” generará una serie de manifestaciones psicosomáticas (sudor, taquicardia, desasosiego, ansiedad) debido a la anticipación del castigo. El pensamiento inhibidor es como sigue: “No haré tal cosa porque me lastimarán si lo hago”. Es el caso del ladrón que no roba por miedo a la pena, pero si estuviera seguro de que jamás lo pillarían, no dudaría en robar. Esta forma de autocontrol puede ser efectiva para quienes violan la ley, pero es precisamente el dominio de sí mismo que se espera de un proceso enseñanza-aprendizaje saludable, ya que la “evitación de la falta” se centraliza en la sanción y el escarmiento que se recibirá y no en la creencia del comportamiento correcto. Insisto: nadie niega que debe haber penas por los delitos cometidos, lo que quiero señalar es al mecanismo interno que impide la acción, su lado preventivo. Es menos contraproducente y más eficiente como método pedagógico crear valores basados en convicciones cognitivas (“No hago esto porque va en contra de mis principios o porque no lo creo correcto”), que pegarse al miedo anticipado.
La educación por culpabilidad transita un camino similar, aunque lo punitivo es más sutil. Por ejemplo, si un niño comete una falta, los adultos cercanos pueden mostrarse decepcionados, tristes, dolidos. La estrategia consiste en hacer que los padres se “sientan bien” si el niño pide disculpas y se autocastiga de algún modo. Ni bien el infante acepta compungidamente que se portó mal, que cometió un error, que ha sido un estúpido o que se arrepiente profundamente (algunas veces debe reconocer que es sucio o malo), los educadores cambian su actitud inquisidora, sonríen, se ven alegres, agradecen y refuerzan directamente, de forma verbal y/o física. Así, con el tiempo, esta forma de relacionarse produce el siguiente imperativo: “No me comportaré inadecuadamente, porque no quiero arrepentirme luego: prefiero controlarme a sentirme culpable”. Si en la resistencia a la tentación el miedo es al castigo físico y/o psicológico, en la educación por culpabilidad, el temor es al sentimiento de culpa.
A través del castigo y el dolor no se interioriza nada nuevo, solo se aprende a evitar lo que es negativo para uno. El castigo sistemático e indiscriminado interfiere la comunicación y la víctima tiende a asociar al castigador con las sensaciones de angustia. Algunos dirán que “una pizca” de culpa y miedo a la sanción es recomendable a veces, y es posible que así sea, pero el tema no solo es de “cantidad” sino del manejo que se hace de la misma. Existe una culpa racional, no autodestructiva, que me lleva a reparar la falta y existe un miedo racional y objetivo, que me permite alejarme de lo que verdaderamente es peligroso. La pregunta es si el autocontrol que inculcamos a nuestros niños es tan racional y objetivo como pretendemos. La reflexión queda abierta.
Ser flexible, todo un arte

Las mentes rígidas son inmóviles, monolíticas, duras como las piedras e impenetrables, porque con el paso de los años la experiencia y el conocimiento se han solidificado de manera sustancial e irrevocable. Su estrategia de supervivencia es la autoindulgencia: no se permiten dudar de sí mismas y aborrecen la crítica y la autocrítica.
Por su parte, las mentes flexibles se parecen más a la arcilla. Poseen un material básico a partir del cual obtienen distintas formas: no son insustanciales (como podría serlo una mente líquida: sin principios ni convicciones) pero tampoco están definidas de una vez por todas como las mentes pétreas. La mentes flexibles pueden avanzar u retroceder, modificarse, reinventarse, crecer, actualizarse, revisarse, dudar y escudriñar en ellas mismas sin sufrir trauma alguno. Asimilan las contradicciones e intentan resolverlas; no se aferran al pasado ni lo niegan, más bien lo asumen de una manera constructiva sin perder la capacidad crítica. Las mentes abiertas muestran una fortaleza similar a la que el taoísmo le atribuye al bambú, de quien se dice que es elegante, erguido y fuerte, hueco por dentro, receptivo y humilde; se inclina con el viento pero no se quiebra. Para los seguidores de Lao Tse, la suavidad y la flexibilidad están íntimamente relacionadas con la vida, mientras la dureza y la rigidez están asociadas a la muerte.
La estructura interna de las mentes estrechas, de acuerdo a las investigaciones, es una maraña de esquemas negativos entrelazados que son un peligro para la salud mental, tanto para quien la padece como para toda la sociedad. Sus contenidos más determinantes son: dogmatismo (creerse el dueño de la verdad), simplicidad cognitiva (incapacidad de integrar información divergente y variada), solemnidad/ amargura (fobia al buen humor y la risa, porque las consideran “frívolas”), normatividad (resignación y conformismo, apego a las reglas y un rechazo furibundo al pensamiento rebelde e inconformista), prejuicio (odiar, segregar y/o agredir a determinadas personas por sus rasgos o creencias) y autoritarismo (abuso del poder y una actitud antidemocrática).
¿Cómo sobrevivir a estos personajes?, ¿cómo hacer que nuestros niños no se eduquen con una mentalidad fundamentalista (mis ideas no son discutibles) y oscurantista (miedo a la cultura/información)? El mejor camino es promocionar y fomentar los componentes psicológicos opuestos a la rigidez: análisis crítico (disposición a revisar las propias creencias y confrontarlas con la realidad y/o la lógica), complejidad cognitiva (ser capaz de utilizar toda la información relevante para comprender los hechos), humor/lúdica (aprender a no tomarse muy en serio a sí mismo), inconformismo (ejercer el derecho a la desobediencia razonada y razonable), imparcialidad (no discriminar a las personas) y pluralismo (aceptar las diferencias civilizadas y convivir con ellas sin reprimirlas ni ofenderse).
El paso de la rigidez a la flexibilidad es un síntoma de madurez y crecimiento personal. Es pasar de una mente primitiva, a una evolucionada, de un sistema de acción limitado a un funcionamiento óptimo, de una mentalidad estancada a una fluida. Pura evolución.
Hubo un momento (posiblemente a partir de una fuerte expansión cerebral que ocurrió hace 500.000 años) en que la mente comenzó su apertura. La inteligencia social se unió a la inteligencia natural hace aproximadamente 100.000 años, y luego se sumó a ellas la inteligencia técnica (posiblemente hace 60.000 años). A partir de allí, y gracias al lenguaje, la historia de la humanidad puede verse como un fenómeno expansivo y progresivo de sus capacidades intelectuales. Desde esta perspectiva evolucionista, la rigidez puede ser considerada como un freno de emergencia, un proceso de estancamiento, conceptualmente regresivo y retardatario.