Uncategorized Archives - Walter Riso
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El culto a la apariencia física

El aspecto corporal se ha vuelto una obsesión supremamente peligrosa. Y no solo me refiero a la belleza en sí, sino a la necesidad creada de mantener determinada proporción talla-peso. Bajar de peso y el control de calorías ha reemplazado la inteligencia, la sensibilidad y los encantos histriónicos de toda buena conquista. Las dimensiones exteriores son más importantes que la esencia, o peor, son su esencia.

La belleza es un valor innegable en la valoración humana. La capilla Sixtina, el Don Quijote, la Venus de Milo, un bello rostro, una voz prodigiosa, la armonía, la simetría y el equilibrio exquisito, generan un efecto cuasi trascendente. No cabe duda, la capacidad de embelesarse es uno de los factores que nos hace humanos. La hermosura jamás pasa desapercibida.

Pero una cosa es la apreciación estética y otra muy distinta la compulsión por la silueta. El culto a la “flacura” ha creado dos alteraciones tristemente célebres: la anorexia y la bulimia. La primera se caracteriza por una gran distorsión de la imagen corporal, miedo a engordar y una pérdida deliberada de peso, a veces hasta la inanición. La segunda está referida a episodios incontrolables de ingestión exagerada de alimentos (atracones), seguidos de autoinducción de vómitos o utilización de laxantes. 

Las estadísticas al respecto son alarmantes. El 90% de las personas que padecen estas enfermedades son mujeres occidentales. Cinco millones de norteamericanos sufren  de alguna alteración de la conducta alimentaria y mil mujeres fallecen cada año en ese país por anorexia nerviosa. En general, la frecuencia de anorexia ha estado aumentado considerablemente y se cree que entre el 1 y el 5% de la población de mujeres adolescentes sufren del trastorno. En lo que respecta a la bulimia, el 3% de la población femenina la padece (algunos estudios hablan del 19%). Aunque es más probable su ocurrencia en la adolescencia tardía, se han detectado casos desde los ocho años de edad.

¿Qué está pasando? ¿Qué es lo que puede llevar un ser humano a reducir su autoestima al número de “gordos”, a la “celulitis” o las “estrías”. Nuestras adolescentes no se preocupan tanto por el tamaño de la nariz, la forma de la cara o el pelo, como por la cantidad de grasa. Una niña de doce años, bastante flaca,  expresaba así su fantasía morfológica: “Sería la mujer más feliz del mundo si tuviera las clavículas más salidas…  Si estos huesos se me notaran más, me encantaría… Me gustaría verme como una de esas modelos africanas que son puro hueso y piel “. El estilo famélico, ojeroso, demacrado, esquelético y “draculiano”, es una anhelo difícil de entender. Es fuente de envidia en otras mujeres y no tan imprescindible para los varones. ¿Para quién adelgazan las mujeres: para ellas o para ellos?

💡 También puedes leer: el poder de la belleza

Muchas madres no se explican porque sus hijas sufren de semejante mal, si ellas no han dado mal ejemplo. Solamente van al gimnasio todos los días, asisten a la dietista con relativa frecuencia, se quejan de su gordura antes y después de vacaciones, van donde la mesoterapeuta y se alegran de sobremanera cuando bajan unos gramos. Además, vigilan el consumo alimentario de sus hijas de manera constante y le recomiendan ropa de color negro porque disimula el sobrepeso.

La anorexia y la bulimia son producto de un sistema decadente. De una sociedad super consumista que ha logrado fabricar aspiraciones frívolas y cada vez más artificiales. Al igual que la drogadicción y el comportamiento antisocial, el culto a la apariencia física no es otra cosa que la manifestación de una crisis generalizada de valores.

Aunque no quepa en la mente de muchas niñas adolescentes, la belleza es una actitud. Si te sientes linda, serás hermosa. Tu autoestima vale más que tu autoimagen, porque eres mucho más que una figura. Y no importa lo que digan los expertos o los explotadores de la belleza, la gente vale por lo que es y no por su anatomía.


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La sexualidad es más que sexo

Nadie niega que el sexo puro pueda ser placentero y adictivo. Los hombres sabemos esto más que las mujeres, aunque no exclusivamente. Su activación mueve montañas, derriba tronos, cuestiona vocaciones, quiebra empresas y destruye matrimonios. El deseo sexual no mide consecuencias. Casi siempre se impone más allá de nuestras fuerzas. Se requiere la capacidad de un faquir experimentado para tenerlo bajo control. Así es el sexo primitivo y anatómico: encantador, fascinante y enfermador para algunos o angustiante, preocupante y desgarrador para otros.  

Pero la sexualidad es otra cosa. La sexualidad es la humanización del sexo crudo. Es la actividad por medio de la cual incluimos la genitalidad en un contexto interpersonal que va más allá de lo físico. En el entorno afectivo, la sexualidad trasciende lo corporal  y se ubica en “un antes” y “un después”. Se prolonga más acá y más allá de los apetecidos, encantadores, desvergonzados e incontenibles orgasmos. Benedetti lo explica así:

Como aventura  y enigma

La caricia empieza antes

De convertirse en caricia

Es claro que lo mejor

No es la caricia en sí misma

Sino su continuación

En el sexo amoroso (sexualidad), el clímax no es la culminación de la relación, sino el comienzo de un reencuentro libre de deseo sexual: afecto en estado puro. Si hay amor, la cuestión apenas empieza después del desfogue hormonal. Prosigue en el abrazo, los mimos, las caricias sin testosterona y los arrumacos sin prevención. Se afianza en el beso impregnado de ternura y en el calor de un cuerpo desgonzado y bellamente fatigado.

Pero si el sexo está despojado de todo afecto, la experiencia se acaba en lo fisiológico: “A lo que vinimos”. No hay continuación o siquiera antesala. Es puntual, primitivo y claramente animal. Cuando se logra el culmen nada justifica la permanencia. Por el contrario, cada instante posterior a la satisfacción se convierte en un tormento. Si no hay afecto, el “postcoito” se vuelve asfixiante, incómodo, empalagoso y cansón. Ya no hay por qué mentir, las termas se acaban, la amabilidad pierde funcionalidad y la proximidad del otro se asemeja a una invasión extraterrestre. Incluso a veces sobreviene la culpa o el arrepentimiento. No hay gusto, sino disgusto.

En la sexualidad sana,  el sexo bruto se depura y completa en el amor o en la fantasía. En la actividad lúdica, en las cosquillas, en los prolegómenos de la conquista, en la ropa, los guiños, los perfumes, el hablado y las miradas. Los humanos imaginamos, anticipamos, recordamos y creamos. La fantasía es tan inevitable como la esperanza.  Somos mucho más que ratones o gorilas respondiendo a la rígida predestinación ambientalista o reproductora. Somos mucho más que biología. Cuando dos enamorados se conectan sexualmente, la actividad sexual se transmuta en comunión. No digo que el afecto sea indispensable, lo que sostengo es que si el sexo está acompañado de amor, mejor; mucho mejor, cien veces mejor; mil veces mejor. Mientras hacer el amor con amor es la mejor de las redundancias, el sexo por el sexo, es un agradable y escueto sexo al cuadrado, con altas probabilidades de crear adicción. 

¿Por qué no matizamos, así sea de vez en cuando, la actividad sexual con afecto? Nada perdemos con intentarlo. Ensayemos a ver qué pasa. Si logramos darle al sexo más estatus afectivo, estaremos convirtiendo la antigua y problemática “energía libidinosa” en una experiencia más humanista. Ni represión enfermiza ni apego compulsivo. El sexo evolucionado es pasión afectiva dirigida a otro. Es hacer que dos personas afines que se gustan y/o que se aman, parezcan una.

El sexo viene dado, la sexualidad hay que construirla. Hay que hacerla a nuestro amaño. Moldearla y experimentarla desde nuestra singularidad. Por eso, la sexualidad es personal y no transferible. Es el modo particular en que entremezclamos amor y sexo para darnos gusto.


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Las buenas maneras

¿Qué nos cuesta? La amabilidad como norma, como el motor de una convivencia mejor. Si no somos capaces de una ética sostenida, si no nos nace la compasión ni la generosidad se nos sale por los poros, es decir, si la virtud no ha tocado a nuestro ser, al menos, intentemos las buenas maneras, la urbanidad interpersonal. Los modales ayudan a que el respeto siga vigente. Yo sé que la diplomacia maneja cierta apariencia, pero que haríamos sin ella, ¿entrar en guerra? Es mejor el tacto, la mesura y el civismo, así  suene formal. Pensemos que un modo adecuado hará que el entorno inmediato se convierta en un microclima de paz, o mejor, en una coexistencia pacífica.

El maltrato genera malos tratos y en mucha más proporción, mientras el buen trato disminuye la irritabilidad de nuestros posibles agresores. Creamos nuestras propias consecuencias.  ¿Quién no ha visto alguna vez al bravucón quedar psicológicamente desarmado ante una actitud benévola y pacífica de su interlocutor? No hablo de ser héroes sino de  tener una vida menos violenta y estresante: relaciones adecuadas y correctas con el prójimo ¿Es mucho pedir? ¡Es tan fácil ser cortes! ¡Es tan fácil decir “no” con delicadeza! (Tengo mis serias dudas sobre poner la otra  mejilla, porque creo que existe la posibilidad de que me vuelen la cabeza. Si alguien nos golpea, habrá que defenderse, pero no ocurre todos los días).

¿Cómo reaccionarian los demás, si empiezas a practicar algunos de los siguientes comportamientos? 

Saludar. Sin mala cara ni con el gesto fruncido. Que el saludo refleje que no te olvidas del otro.

Ayudar a alguien más necesitado. El otro día pude observar como  todos miraban aterrados a un joven que le ofreció el asiento a una señora que venía llena de paquetes. 

Dar información veraz cuando nos la pidan. ¿Qué importa perder cinco minutos, si con eso generamos tranquilidad en un ser humano?

Escuchar activa y seriamente a quien nos habla. Nivelar la mirada, ni desde arriba ni desde abajo. Mirar a los ojos, estar atento. El mensaje implícito que harás llegar, será: “Lo que usted me dice, es importante para mí… ¡Usted me interesa como persona!”

Preguntar al otro: ¿Qué piensa? ¿Cómo se siente? ¿Qué hay de la familia? ¿Cómo van las cosas? Un amable: “Tu que piensas”, es el reconocimiento del otro como un interlocutor válido, es humanizar el diálogo, no importa de qué clase social sea.

¿Alguien ha reparado en el efecto que produce la sonrisa? Es un dique de contención contra la rabia. Una sonrisa oportuna genera calma, es una conexión profunda a la distancia, una confirmación implícita de que ambos estamos vivos y que no nos haremos daño. No es poca cosa.

Dar las gracias. Una palabra de profundo significado. Su función es notificarle a alguien que la actitud, el obsequio o la amabilidad llegó al receptor y se toma a bien; pero sobre todo es retribución,  gratificar al gratificador. Es la retroalimentación perfecta que sella un momento por lo alto. 

Si le damos la espalda al espacio vital donde nos movilizamos, vivimos, criamos hijos y echamos raíces, no tendremos con quién compartir lo cotidiano. Estar bien con los vecinos cercanos y con los vecinos más lejanos, es una necesidad que tiene que ver con la supervivencia, no del más apto, sino del más solidario. El prójimo de “próximo”, de proximidad física y geográfica y el prójimo del acercamiento humano. Ni siquiera me propongo amar a la humanidad toda, aunque algunos lo logran o más bien les nace, me conformo con ser lo suficientemente cordial para hacer cada día mejor o menos cruel a mis congéneres. 


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Amor universal y amor particular

Cada vez que me acerco al tema del amor universal salgo mal librado. Hay algo que no me cuadra. No sé si es la influencia del delicioso desorden americano en el que me crié, o cierto realismo afectivo que me ha acompañado en las lides amorosas, pero la idea de un sentimiento indiscriminado e impersonal que trasciende fronteras y se apodera de las parejas, me parece una mala importación oriental. Una traslación demasiado mecánica y ajena a lo que somos: latinos alborotados, coléricos hasta la médula, intensos y febriles. 

Krishnamurti decía que es más fácil querer a Dios que a un ser humano. Parecería que sí. Con Dios vivimos, pero no convivimos. La persona que queremos tiene nombre y apellido, orejas y nariz, seguro social y cédula de ciudadanía, además come, duerme, protesta, habla, demanda, abraza, llora, en fín, no es cuerpo glorioso: está viva. Los vínculos afectivos que establecemos con otros humanos, siempre están personalizados. No queremos  a los “juanes” o a las “juanas” desconocidos del universo conocido, sino a ese Juan y a esa Juana en especial. No hay dos “juanes” o dos “juanas” iguales. 

Nos enamoramos de lo idiosincrático, de la existencia particularizada de ese ser único, no clonable e irreproducible. Me enamoro de una singularidad, no de un montón de átomos. Si el contacto entre dos individuos que se aman es a nivel cuántico, estelar o intergaláctico, me importa un rábano; para mí, la fusión afectiva no es nuclear, sino de piel, de “esa” con “esta” piel. 

El amor cotidiano es de ida y vuelta. Cierta vez escuche a un consejero decirle a una joven, casada con un sujeto alcohólico que la golpeaba física y psicológicamente, que la solución era brindar “amor impersonal” al maltratante. Una y otra vez, con cierto aire de orgullo mesiánico, esgrimía su  inexorable consigna: “Dele amor impersonal y eso hará que él cambie”. Obviamente, al mes de aplicar la estrategia, el marido casi acaba con ella y tuvo que recurrir a una comisaría de familia.

Por estos lados del planeta, el amor de pareja requiere reciprocidad. ¿Qué tiene de malo exigir equilibro en una relación? No digo que tenga ser milimétrico. Si doy diez, me conformo con un ocho. Incluso si el amor que siento es arrollador, un siete estaría bien; pero con menos, el examen se pierde. Si doy diez y me dan cuatro, me siento mal. No me gusta. Simplemente, como en la propaganda, estoy en el lugar equivocado. Y esto no es egolatría, sino defensa de los derechos humanos afectivos. La idea de que todo merecimiento es cuestión de ego ha hecho que muchas personas se resignen al aislamiento afectivo. El merecimiento también es cuestión de dignidad. No importa qué digan los tibetanos más avanzados: te merece quien te respeta. No solo debo hacerme merecedor, sino sentir que me merecen. 

En el amor universal, no hay buzón de quejas, porque no hay con quién ni con qué. La mayoría de los trascendidos, por no decir todos, son solteros, castos, no trabajan en ninguna empresa y casi siempre son beneficiarios de algún mecenas. A más de un maestro espiritual se le apagaría el bombillo de la iluminación si tuviera que criar hijos y tapar sobregiros. 

Los lazos afectivos siempre pueden mejorar y perfeccionarse , no cabe duda, pero partiendo de lo que realmente somos, del amor habitual, contaminado y terraqueo que vivimos en el día a día. Las ilusiones afectivas son psicológicamente peligrosas. Achicar el anhelado super amor cósmico y meterlo a presión en las relaciones de carne y hueso, es ingenuo, además de dañino. 

Quizás podamos alcanzar algún día ese sentimiento total y holístico del que tanto nos hablan, pero mientras tanto, las personas comunes y corrientes, dentro de las que me incluyo, tenemos que entender, tal como decía Rilke,  que el amor florece cuando dos narcisismos mutuamente se cuidan, se alimentan, se protegen y se reverencian.


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El resultado no siempre es importante

La experiencia me ha enseñado que las mejores cosas de la vida no suelen estar sujetas a la programación detallada y previsiva de necesidad de control, ni son el resultado de más sesudo análisis: sencillamente nos toman por sorpresa y a mansalva.

La felicidad, además de efímera es traicionera, casi siempre ataca por la espalda, no la vemos venir ni se anuncia, es discreta y silenciosa, como un beso inocente. En lo cotidiano, similar a las leyes de Murphi, cuánto mayor es el desespero por alcanzar un resultado, menos lo disfrutamos. Cuando hacemos a un lado el proceso y solo nos preocupamos por la meta, el placer se revierte, y nos golpea.

Obviamente, el cirujano plástico, el ingeniero nuclear, un investigador en genética molecular, el odontólogo, sólo para nombrar algunos, no pueden prescindir de los efectos. Aquí, la anticipación es necesaria para que el desenlace no se convierta en secuela. Sin embargo, aún en estos casos, si no se disfruta del procedimiento, el producto final estará contaminado.

Los taoístas hablan de sentarse en la cresta de la ola y dejarse llevar por la circunstancias disfrutando a cada paso, cada impulso y cada segmento, como si fueran un fin en sí mismo. El goce de  achicar los espacios hasta obtener un continuo de metas infinitesimales donde el asombro no tenga fechas preestablecidas ni objetivos fríamente calculados: asombro puro.

Afortunadamente hay cosas que todavía hacemos por hacer. Por ejemplo, aún hay gente que baila sin que el ego se les alborote para llamar la atención. Cuando bailamos por el simple gusto de bailar, sentimos las vibraciones con los huesos, nos acoplamos al compás y sencillamente flotamos. Los que danzan de verdad dicen que entran en comunión con la naturaleza física más elemental: la cuántica del movimiento.

¿Pero qué pasaría si de pronto alguien ofreciera cien millones de pesos a la pareja que mejor baile? ¿Qué ocurriría con la fluidez y espontaneidad de los pasos? La mente, que estaba medio adormilada, volvería al campo de batalla y se instalaría de inmediato en el futuro, tratando de obtener la recompensa: “Debo ganar”. Y en ese preciso instante,  seríamos víctimas de una extraña forma de artritis, se incrementaría el dolor lumbar, nos volveríamos más torpes y la sincronización cuerpo/mente dejaría de existir.  El miedo a perder nos volvería sordos, y el baile se convertiría en una tortura.

Cuando hacemos el amor, si somos psicológicamente sanos, no estamos midiendo el tiempo en llegar al orgasmo como indicador de potencia sexual: “Me encantó como lo hicimos, apenas nos demoramos quince minutos y treinta y dos segundos”. Cuando la pasión nos lleva  a besar y acariciar  a la persona que amamos, no tenemos expectativas sobre la presión de las caricias o cuántos centímetros tenemos que abrir la boca para que el acople lingual sea perfecto. Solo el deseo manda.

El peor enemigo de la espontaneidad es la preocupación por el resultado. Cuando hacemos sumas y restas todo el tiempo, la vida se convierte en una contabilidad insufrible. Muchas empresas entendieron que mantener la mira exclusivamente en los índices de venta relega a un segundo plano los pasos de la transformación del producto, que es donde interviene el factor humano. No me refiero a la cantidad sino a la calidad. Por eso hay camisas tontas, zapatos depresivos, empanadas indigestas y bebidas ridículas. No es un problema de fabricación, sino de pasión, de amor por lo que se hace. 

Repito, el problema no está en desligarse totalmente de las consecuencias de la conducta, ya que perderíamos la actitud previsora de resguardarnos a tiempo o podríamos caer en la más absurda irresponsabilidad, sino en saber cuando abandonar el final, para disfrutar del argumento.

Jugar por jugar, reír por reír, sembrar árboles sin esperar frutos, amar por amar, soñar por soñar, y por qué no, si el físico aguanta, correr por correr como lo hacía Forrest Gump, sin ir a ninguna parte.


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Cuando el ahorro se convierte en tacañería

Cuando el ahorro se convierte en tacañería
Cuando el ahorro se convierte en tacañería

Ahorrar es una buena costumbre. Al organizarnos con el uso del dinero creamos una actitud previsora que permite vivir más tranquilo y con cierta sensación de resguardo. No cabe duda, el ahorro es un comportamiento saludable, aconsejable  y recomendable. El problema empieza cuando la conducta de ahorrar se vuelve compulsiva. Cuando endiosamos la frugalidad y hacemos de la economía una forma de vida, estamos en los fangosos terrenos de la mezquindad. Como cualquier otro vicio, la tacañería produce placer en los que la practican y sufrimiento en los que lo rodean.

Los viejitos “platudos” y avaros suelen decir que las grandes fortunas se hacen cuidando el centavo. Buenos colegios, seguros que lo cubren todo, hospitales de primera y un paseo al año. Pero en la vida cotidiana, el control es asfixiante. Algunos le cobran intereses usureros a sus hijos, otros se niegan a repartir la herencia en vida (aunque sepan que deberían vivir varias vidas para “comerse el capital”) y otros se niegan a toda costa a servir de fiadores, no importa de quien se trate. Acaparar es casi que coleccionar. Estos personajes, compilan billetes como si fueran estampillas. Conozco un señor que se levanta a la madrugada, abre su caja fuerte, saca títulos, dólares, escrituras y otros valores y se sienta a mirarlos como si se tratara de una obra maestra: éxtasis monetario. Por lo general, los cicateros suelen tener un entierro de ricos y vida de pobres.

Una señora de casi cincuenta años, bastante adinerada, para ahorrarse la visita médica donde su ginecólogo, se viste con ropa vieja y hace fila en el Seguro Social para no pagar el costo de la consulta. Otro señor, que se llama a sí mismo “metódico”, tiene todos los alimentos bajo llave y hace un inventario diario de lo que hay en la nevera. Su esposa e hijos deben decir qué van a consumir y anotarlo en una planilla. Conozco un señor económicamente solvente que se vanagloria porque se pasa los peajes sin pagar, porque le parecen caros. Una prestigiosa profesional, solamente lava su ropa a la tercera o cuarta postura, porque se “gasta”. El dios dinero hace desastres y nubla la razón.

Una cosa es la sencillez y otra ser miserable. De tanto cuidar lo que se tiene, no se disfruta, y de tanto amarrar los bienes, se va creando la idea distorsionada de que se es pobre sin serlo. Muchas personas tacañas juran y se autoengañan hasta convencerse a sí mismas que realmente no tienen recursos: “Estoy ilíquido” (la carencia de liquidez es una nueva forma de pobreza).  Muchas personas económicamente humildes viven mejor, se dan más gusto y tienen una mejor calidad de vida. 

Cuidar lo que se tiene es importante, pero no usufructuarlo alegre y despreocupadamente es codicia.  Darse gusto no significa derroche, y autorreforzarse no implica despilfarro. El dinero es un medio y no un fin. Muchas personas guardan celosamente vajillas, manteles, joyas y otros enseres “finos” (algunos ya amarillentos desde el matrimonio) y no los usan en el diario vivir ¿Para que los tienen si no los disfrutan? Se nos pasan los años esperando la “ocasión especial” que nunca llega. Nuestro closet es fiel testigo de las estupideces que almacenamos por un culto al ahorro exaltado y mal entendido.

No estoy defendiendo los “manisueltos”, sino criticando los manicortos. Los que creen que valen por lo que tienen, los que sufren con el mínimo exceso, los que hacen cuentas a cada instante, los que inculcan el miedo a gastar, los que se sienten culpables de la autorrecompensa y los que son egoístas con sus seres queridos.

Si publicitamos la moderación económica exagerada estaremos fortaleciendo la avaricia y la mezquindad. Y no hay avaricia sin envidia, y no hay envidia sin agresión. Hay que ahorrar cuando se puede, y hay que darse gusto cuando se quiere. Ese punto medio donde la autoestima y el autocontrol se dan la mano, se puede aprender y vale la pena enseñarlo.


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La terquedad del amor

LA TERQUEDAD DEL AMOR
LA TERQUEDAD DEL AMOR

Ser muy distintos, en las parejas, no produce afinidad sino rechazo e incomodidad.

Un fanático del racismo emparejado con una activista de los derechos humanos no sería una feliz combinación. Como tampoco lo sería un sujeto violento por naturaleza con una mujer pacifista por convicción. Y no hablo de atracción física, sino de convivencia. En ocasiones la gente prefiere ignorar las disparidades, tapar el sol con el dedo y seguir con la relación como si nada pasara. Dos ejemplos.

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El aburrimiento creativo

Aburrimiento creativo
Aburrimiento creativo

La sociedad en la que vivimos nos exige, nos empuja y nos obliga a entrar en la carrera de un rendimiento casi suicida: “Para ser el mejor, debes llegar al extremo de la competitividad, a cualquier precio, cueste lo que cueste”.

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El duelo: Un sufrimiento útil

El duelo un sufrimiento útil

Ni todo sufrimiento es malo, ni todo sufrimiento es bueno. Ni búsqueda desenfrenada de placer ni fanatismo masoquista. Hay aflicciones que son imprescindibles para el ser humano, y otras que sobran. Hay dolores productivos que nos hacen crecer y avanzar,  y otros que son un especie de vía crucis rumbo a nada: el tormento por el tormento.

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Aprende a separar la tristeza de la depresión

Aprende a separar la tristeza de la depresión

En nuestro organismo conviven dos tipos de emociones: las que son decretadas por la madre naturaleza y las que son inventadas por la mente. Las emociones biológicas (primarias) no son aprendidas, nacen con uno, cumplen una función adaptativa para la especie y se agotan rápidamente. Las más importantes son: dolor, miedo, ira, placer, alegría y tristeza. Sin ellas no existiría vida en el planeta, homo sapiens incluido.

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Dos clases de amor…

amor universal

Cada vez que me acerco al tema del amor universal salgo mal librado. Hay algo que no me cuadra. No sé si es la influencia del delicioso desorden americano en el que me crié, o cierto realismo afectivo que me ha acompañado en las lides amorosas, pero la idea de un sentimiento indiscriminado e impersonal que trasciende fronteras y se apodera de las parejas, me parece una mala importación oriental. Una traslación demasiado mecánica y ajena a lo que somos: latinos alborotados, coléricos hasta la médula, intensos y febriles.

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La adicción afectiva

La adicción afectiva

Una mujer de treinta años, soltera y profesionalmente exitosa, hacía la siguiente descripción de su “relación amorosa”:

“Estoy cansada… Llevo doce años de novia y nada parece funcionar… El problema no es el tiempo, sino el trato que me da mi novio… Él no me maltrata físicamente pero sí lo hace verbalmente… Me dice que soy la mujer más fea que ha visto y que le doy asco… Si estamos en algún lugar público, me hace caminar adelante para que no lo vean conmigo porque le da vergüenza… Cuando le llevo un detalle, si no le gusta, me grita tonta y retardada, lo rompe o lo arroja a la basura muerto de la furia… Yo siempre soy la que paga las cuentas… Jamás me abraza o acaricia, porque dice que me voy a mal acostumbrar… Tiene otras mujeres, me cuenta lo que hace con ellas y me obliga a escucharlo… Si no le presto el carro me insulta… El otro día me escupió en la cara…”

¿Cómo es posible que una persona pueda llegar a tolerar este tipo de agravios y someterse así? Cuando se le preguntó por qué no lo dejaba, contestó entre apenada y esperanzada: “Es que lo amo… Pero si pudiera desenamorarme, lo dejaría…“. Ella buscaba el alivio, pero no la cura.

No hay que esperar a desenamorarse para terminar con una relación destructiva. En estos casos, la estrategia adecuada para enfrentar el problema es la misma que se utiliza en farmacodependencia, donde el adicto debe pelear con la apetencia y sacrificar el placer inmediato por la gratificación a mediano o largo plazo.

Escucha el podcast: Hasta dónde me puede llevar la adicción afectiva

En las adicciones afectivas (apego), nos guste o no, todo el trabajo de ruptura e independencia emocional deberá hacerse con el supuesto amor a cuestas: “Aunque lo quiera, me alejaré de él porque no me conviene”. Muy difícil y solo para valientes, pero así es. No importa cuanto duela, si es dañino, hay que retirarse y no consumir. El desamor no es un requisito para desligarse de las relaciones enfermizas, sino más bien su consecuencia. Además, no creo que el amor pueda disminuirse a fuerza de voluntad y razón, eso es puro cuento. De ser así, el proceso inverso también debería ser posible, y tal como lo muestran los hechos, uno no se enamora del que quiere, sino del que puede.

La mujer antes mencionada era una adicta a la relación o si se quiere, una adicta afectiva. Mostraba la sintomatología típica de un trastorno por consumo de sustancias, donde la dependencia no estaba relacionada con la droga, sino con la seguridad de tener a alguien, así fuera una compañía espantosa. El diagnóstico de adicción se fundamentaba en los siguientes puntos: (a) pese al maltrato, la dependencia había aumentado con lo meses y los años; (b) la ausencia de su novio producía un completo síndrome de abstinencia no reemplazable por otra “droga”; (c) existía en ella un deseo persistente de terminar el noviazgo, pero sus intentos eran infructuosos y poco contundentes; (d) invertía una gran cantidad de tiempo y esfuerzo para poder estar con él, a toda costa y por encima de todo; (e) había una clara reducción y alteración de su normal desarrollo social, laboral y recreativo debido a la relación; y (f) seguía alimentando el vínculo a pesar de tener consciencia de las graves repercusiones psicológicas para su salud. Un caso de “amorodependencia”, de dudoso amor.

Te gustará leer el libro: Los límites del amor

El núcleo duro de toda relación de pareja es el autorrespeto. Sin él, dejaríamos de ser queribles. Sin ese conjunto de principios no negociables, quedaríamos a merced del mejor postor y el amor propio se volvería añicos. El apego corrompe, degrada, limita, cansa, desgasta y agota nuestro potencial. Por el contrario, la dignidad libera, el autocontrol ayuda, la autoestima engrandece, la autoeficacia nos vuelve atrevidos, y el realismo afectivo, por más crudo que sea, enseña a perder. Mal de amores o salud afectiva: la elección es nuestra.


Guía práctica para no sufrir de amor

Guía práctica para no sufrir de amor

En esta guía práctica aprenderás cómo acercarte a un amor más pleno y gratificante; siempre bajo la consigna clara y determinante: si un amor te hace sufrir, ese amor no te sirve.


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