Walter Riso, Author at Walter Riso - Página 2 de 3
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El arte de sentirse fracasado, sin serlo

El arte de sentirse fracasado, sin serlo

En psicología se explica que los humanos establecemos todo el tiempo atribuciones sobre las posibles causas de lo que nos ocurre. Por ejemplo: si te sientes mal por cometer un error puedes escapar al desasosiego haciendo atribuciones externas (la causa del error no dependió de mí), inestables (es probable que no vuelva a ocurrir) y específicas (no ocurrirá en otra situaciones distintas) sobre el fracaso.

Veamos dos formas de encarar un mismo problema. La primera te libera y la segunda te hunde y te acerca a la sensación de fracaso:

  • Supongamos que te vaya mal en un examen y aplicas este tipo de atribuciones: piensas que el profesor exigió demasiado (causa externa), que la insuficiencia académica es un hecho aislado y no tiene por qué volver a ocurrir (causa inestable) y que esta falla no afectará otras materias (causa específica). Una persona que piensa así, si es realista, honesta y asume su responsabilidad real, no se sentirá mal ante el fracaso ni se autocastigará. Se tratará con cuidado y respeto. No pensará que es un desastre, ni atribuirá todo el fracaso a su persona como consecuencia de una generalización irracional. Se dará otra oportunidad.
  • Supongamos ahora el caso opuesto, que ante un mal resultado en un examen la persona pensara que la causa es: interna (“El error dependió totalmente de mí”, “Soy el responsable único de lo ocurrido”), estable (“Siempre me ocurrirá lo mismo”) y global (“Seguiré fallando en los exámenes de distintas materias”). Con este razonamiento la conclusión y rotulación final es apenas obvia: «Soy un fracaso, no soy capaz, soy una persona poco inteligente y no tengo forma de evitarlo». Atrapado en la más profunda decepción de uno mismo.

Es este segundo caso el que te llevará indefectiblemente a la depresión si lo aplicas con frecuencia, ya que asumes toda la responsabilidad del hecho sin atenuantes e injustamente y lo atribuyes de manera categórica a tu escasa capacidad intelectual. Inescapable. Además, como si no fuera suficiente, haces un pronóstico catastrófico de tiempo y lugar a seguir fracasando en cualquier situación académica ¿Cómo podrías sentirte bien pensando de esta manera?

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Aunque te parezca extraño, muchas familias y centros educativos estimulan este tipo de reflexiones pensando que si te exiges exageradamente y vez un futuro gris te pondrás las pilas para evitarlo y aprenderás a ser mejor a base de sufrimiento y una autoexigencia despiadada. Los psicólogos cognitivos decimos que esta manera de interpretar los hechos negativos (atribuciones internasestables y globales para el fracaso), llevada al extremo, te arrastrará a sentirte un miserable y profundamente imperfecto, sin serlo.


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La personalidad culposa

La personalidad culposa

Cuando la culpa se convierte en hábito o rutina, aparece lo que los psicólogos cognitivos llamamos personalización.

Esta distorsión mental hace que algunas personas, por aprendizaje social, se conviertan en esponjas culposas. Todo lo malo que ocurre a su alrededor se lo atribuyen a sí mismas, aunque no tengan nada que ver. Una percepción equivocada les lleva indefectiblemente a la conclusión: «Es mi culpa” ¿Costumbre masoquista? Quizás, pero también infantil e inmadura, porque en el fondo existe un egocentrismo magnificado que les indica que todo tiene que ver con ellos, como si fueran el centro del universo. En resumen: la personalización es  la mala costumbre de atribuirse la responsabilidad ante determinados eventos externos, sin tener en cuenta otras explicaciones posibles. Es ponerse en el ojo del huracán cuando a veces ni siquiera hay huracán.

Una paciente, a quien su marido había dejado por otra mujer, me decía: «Él no tiene la culpa, la tengo yo». Yo le respondí: «¿Por qué me dice esto? Usted fue una buena esposa y madre, siempre estuvo a su lado cuando él la necesitó, fue leal, buen amante, confiable, ¿por qué ahora me dice que es la principal culpable?». Luego de pensar un momento, volvió a lo mismo: «Debería haber hecho más esfuerzo, haber dado más de mí. Él es una gran persona, yo fui poca cosa para él». Personalización a la enésima: siempre estar por debajo y culpable. El historial del hombre que había sido su marido no era el mejor, lo que ponía en duda aquello de «una gran persona»: infidelidades a granel, mal trato, indiferencia, frialdad sexual, egoísmo y muchos brotes narcisistas, en fin, un agujero negro afectivo. Y ella, haciendo caso omiso a la realidad afectiva de su matrimonio, confirmaba mágicamente una responsabilidad personal inexistente,  como si un instinto de culpabilidad la arrastrara desde lo más profundo de su ser. Si tienes la manía de hacerte responsable por todo lo que te ocurre, no lo dudes, pide ayuda profesional.  La tendencia de apropiarse de la culpa irracionalmente,  no te hace mejor persona, te enferma. La culpa compulsiva es una patología, así algunos la vean como una forma de excelencia y redención humanitaria.


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Amores altamente peligrosos

Amores altamente peligrosos

No todas las formas de amar son aceptables, simplemente porque haya amor de por medio.

Se nos ha dicho que aceptar la manera de ser de la pareja es un requisito imprescindible y necesario para que la relación prospere, sin embargo, esta premisa es válida siempre y cuando el estilo del otro no atente contra mi seguridad física y psicológica. Esto que parece obvio, no lo es tanto para muchos enamorados del amor que con espíritu masoquista y miedo a quedarse solos apelan a la técnica del “perismo”, un mecanismo de autoengaño que intenta mermar la cosa y diluirla en disculpas de todo tipo: “Es agresivo, pero yo se manejarlo”, “Me ha sido infiel, pero se que cambiará”, “No expresa afecto, pero es su manera de ser”, “Es demasiado desconfiado, pero yo no le doy motivos”. “Peros” y justificaciones por todas partes, evitación llevada a su máxima expresión. Aceptemos que algunas disculpas puedan tener fundamento, no obstante, si la felicidad de la persona que amamos es inversamente proporcional a la nuestra, algo anda mal. Si para que seas feliz, debo inmolar mi yo, tu “manera de amar”, ni me conviene ni me apetece.

Los estilos afectivos son formas de procesar, vivir, sentir y pensar el afecto. Este procesamiento surge de cómo me veo a mi mismo y como percibo a los demás y al mundo. En esta conjunción de datos, la mente crea un estilo que tenderá a utilizar en todas las relaciones. Son rasgos de personalidad, perfiles afectivos que definen un modus operandi, una dinámica del intercambio emocional. Si estos modos de procesar la información son distorsionados y están influidos por creencias irracionales, la propuesta será insensata e impedirá un acople y un acuerdo entre las partes. Por ejemplo, un individuo paranoide se verá a sí mismo como vulnerable a los ataques de los demás. Percibirá el mundo como un lugar demasiado peligroso y a la gente como esencialmente mala. Esta visión de la realidad propia y ajena lo llevará a estar a la defensiva y listo para el contra ataque. Será así en todos los órdenes de la vida, incluso en lo afectivo. Pensará que su pareja quiera aprovecharse de él (en el caso de la personalidad paranoide son más hombres que mujeres), que le será infiel, que es mejor no entregarse afectivamente porque ello implicará bajar la guardia y quedar a merced de las malas intenciones del otro, sentirá un impulso irrefrenable por vigilar, escudriñar, revisar y monitorear cada comportamiento de la persona que dice amar, mantendrá oculta información que considere relevante, en fin, montará un búnker defensivo totalmente incompatible con un amor saludable y cuya victima será la mujer investigada: esposa, novia o amante. Incluso los hijos pueden entrar en la lista negra. ¿Cómo amar tranquila y felizmente a quien desconfía de ti y solo establece un vínculo tan suspicaz como ofensivo?

Los amores tóxicos no son casos aislados en un hospital mental, ellos y ellas andan entre nosotros con su patología a cuestas, tirando redes y captando adeptos amorosos. ¿Quién se engancha a estas propuestas?: aquellos o aquellas cuyos déficit son aparentemente subsanados por el que sustenta el amor tóxico. Por ejemplo, las personas desconfiadas suelen ver en el paranoide la posibilidad de establecer una curiosa forma de alianza estratégica para protegerse del mundo hostil. De manera similar alguien tímido y muy introvertido percibirá el asilamiento social del sujeto vigilante como una feliz coincidencia. El problema ocurre al poco tiempo, cuando una vez enganchados, la pesadilla del control persecutorio hace su aparición.

Es mejor prevenir que curar y tomar consciencia antes del flechazo. Es claro que con el amor no basta, hay que sopesar ventajas y desventajas y sobretodo saber si algunas propuestas afectivas pueden realmente hacernos daño. No digo que nos volvamos obsesivos, más bien se trata de una alerta naranja, al menos hasta que los candidatos muestren sus cartas. Y entonces: si todo transcurre adecuadamente y no se ven moros en la costa, poner el pie en el acelerador, pero si la cuestión no pinta bien, frenar en seco y bajarse, sin culpas ni miramientos.


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El culto al dinero

El culto al dinero

Algunos coleccionan billetes como si fueran estampas, se identifican con el patrimonio y sus riquezas en un oscuro proceso de fragmentación del yo. Juntar dinero de manera obsesiva y compulsiva es una adicción como cualquier otra, que afecta el bienestar psicológico del que atesora. Si la gente vale por lo que tiene se pierde el lado humanista de la existencia: “Me siento orgulloso de mi automóvil, de mi lujosa casa, de mi ropa…”. ¿Y qué hay de uno mismo? No exageremos, estar contentos por algunos privilegios, es una cosa, pero creer que la valía personal está en las marcas que me cuelgo o en el celular ultima generación que muestro a diestra y siniestra, ya es haber perdido el norte. Los que han sido infectados por el virus del hiperconsumismo viven en un limbo difícil de contrarrestar. Sería inútil explicarles que las cosas que obtienen no son ellos, que ellos son mucho más que las mercancías que consiguen, que si te felicitan por las cosas materiales que posees solo significa eso, que te rodean objetos agradables y confortables, pero que no tienen nada que ver tu ser, así te creas el cuento del estatus.

Séneca, en las Epístolas a Lucilo (Libro IX, 80, 10), se refiere a la “Superioridad de la vida del alma” y a “La felicidad en la pobreza”. No es que haya que estar por debajo de la línea de pobreza absoluta para ver el Nirvana o sentir el Paraíso, simplemente alerta sobre el delirio de grandeza que inspira el apego a la riqueza. En sus palabras: “Si quieres sopesarte a ti, deja aparte el dinero, la casa, los honores; contémplate a ti mismo en tu interior; ahora tu valía la juzgas según el criterio ajeno”. En otras palabras: si te sopesas mal, empezarás a competir y compararte con todo el mundo, porque si tu autorrealización depende de la declaración de renta y los bienes disponibles, verás en cada ser humano un contrincante potencial. Cuando tu amigo se compre una finca, querrás una igual o mejor (asi no te guste mucho el campo); cuando tu amiga reforme la cocina, ya no te gustará la tuya; si alguien cercano se muda a un sector más “clasudo”, ya no te agradará el barrio donde estás ahora. Tus señales de seguridad no dependerán de ti.

El culto al dinero nos ubica en lo superficial, en las necesidades banales, en el sueño de una fastuosidad que nunca llega o, si llega, no dejará de hacerlo con una carga ineludible de estrés y miedo a perder lo que se obtuvo. Séneca también afirma que podemos buscar algunos bienes con decoro, sin desesperación, disfrutarlos mientras los tenemos, pero sin perder de vista que estamos dispuestos a prescindir de ellos en cualquier momento. El siguiente ejercicio es útil: poner algunos objetos de valor sobre la mesa y quedarse un rato mirándolos, sin recelo y sin vanagloriarse, solo mirarlos para luego decirse con toda honestidad: “Yo los tengo a ustedes, ustedes no me tienen a mi”. El afán por la riqueza nos lleva a distorsionar las posibilidades reales de conseguir lo que deseamos, como querer comprar amistades, amor, respeto, dignidad y otros intangibles que simplemente no tienen precio.

En situaciones límites cuando la propia vida pende de un hilo, cuando algún ser querido esta en peligro, cuando nos quedamos solos o cuando se derrumba lo vital, nuestras posesiones pierden todo sentido, su valor decrece hasta la mínima expresión. No digo que hay que vivir debajo del puente, lo que pretendo es decir lo que todos de alguna manera ya sabemos, pero evitamos enfrentarlo. La psicología moderna ha demostrado, sin dudas, que las motivaciones internas, son mucho más satisfactorias y beneficiosas que las motivaciones externas. Estar bien con un mismo, con la gente que amamos, en armonía con el cosmos, habitar la cotidianeidad relajadamente, eso es lo importante. Tener metas proporcionadas, donde lo externo sea un soporte para desarrollar las propias fortalezas, y no a la inversa. Recuerdo una anotación hecha por el historiador Diógenes Laercio hace poco menos de dos mil años, en la cual señala que luego de inspeccionar varios puestos de venta, Sócrates solía decir sorprendido: “¡Cuántas cosas no necesito!”.


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Resistencia a la tentación y culpa

Resistencia a la tentación y culpa

No cabe duda que el autocontrol bien administrado y regulado sea una virtud y una competencia que permite relacionarse mejor con uno mismo y los demás. Si no caemos en el extremo de la constipación psicológica y afectiva, tener la impulsividad bajo vigilancia nos evita muchas complicaciones.

Sin embargo, no todas las formas de autocontrol son saludables, ya que muchas de ellas conllevan mecanismos y procesos perjudiciales para la mente y el desarrollo de nuestras fortalezas.

Con el fin de que la gente acate las normas preestablecidas que se consideran deseables, la cultura y los métodos de enseñanza que de ella se desprenden suelen hacer uso, al menos, de dos formas de control externo.

La primera es la resistencia a la tentación, la cual consiste en crear miedo a violar la normativa. Los que siguen esta pauta suelen hacer uso de un estilo educativo donde se castiga psicológica o físicamente al niño si hace algo inadecuado o no cumple las ordenanzas familiares, escolares o sociales. Si no se respeta lo prohibido, llega el aversivo, el dolor o la molestia, de tal manera que, con el tiempo, pensar en “actuar indebidamente” generará una serie de manifestaciones psicosomáticas (sudor, taquicardia, desasosiego, ansiedad) debido a la anticipación del castigo. El pensamiento inhibidor es como sigue: “No haré tal cosa porque me lastimarán si lo hago”. Es el caso del ladrón que no roba por miedo a la pena, pero si estuviera seguro de que jamás lo pillarían, no dudaría en robar. Esta forma de autocontrol puede ser efectiva para quienes violan la ley, pero es precisamente el dominio de sí mismo que se espera de un proceso enseñanza-aprendizaje saludable, ya que la “evitación de la falta” se centraliza en la sanción y el escarmiento que se recibirá y no en la creencia del comportamiento correcto. Insisto: nadie niega que debe haber penas por los delitos cometidos, lo que quiero señalar es al mecanismo interno que impide la acción, su lado preventivo. Es menos contraproducente y más eficiente como método pedagógico crear valores basados en convicciones cognitivas (“No hago esto porque va en contra de mis principios o porque no lo creo correcto”), que pegarse al miedo anticipado.

La educación por culpabilidad transita un camino similar, aunque lo punitivo es más sutil. Por ejemplo, si un niño comete una falta, los adultos cercanos pueden mostrarse decepcionados, tristes, dolidos. La estrategia consiste en hacer que los padres se “sientan bien” si el niño pide disculpas y se autocastiga de algún modo. Ni bien el infante acepta compungidamente que se portó mal, que cometió un error, que ha sido un estúpido o que se arrepiente profundamente (algunas veces debe reconocer que es sucio o malo), los educadores cambian su actitud inquisidora, sonríen, se ven alegres, agradecen y refuerzan directamente, de forma verbal y/o física. Así, con el tiempo, esta forma de relacionarse produce el siguiente imperativo: “No me comportaré inadecuadamente, porque no quiero arrepentirme luego: prefiero controlarme a sentirme culpable”. Si en la resistencia a la tentación el miedo es al castigo físico y/o psicológico, en la educación por culpabilidad, el temor es al sentimiento de culpa.

A través del castigo y el dolor no se interioriza nada nuevo, solo se aprende a evitar lo que es negativo para uno. El castigo sistemático e indiscriminado interfiere la comunicación y la víctima tiende a asociar al castigador con las sensaciones de angustia. Algunos dirán que “una pizca” de culpa y miedo a la sanción es recomendable a veces, y es posible que así sea, pero el tema no solo es de “cantidad” sino del manejo que se hace de la misma. Existe una culpa racional, no autodestructiva, que me lleva a reparar la falta y existe un miedo racional y objetivo, que me permite alejarme de lo que verdaderamente es peligroso. La pregunta es si el autocontrol que inculcamos a nuestros niños es tan racional y objetivo como pretendemos. La reflexión queda abierta.


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Ser flexible, todo un arte

Ser flexible, todo un arte

Las mentes rígidas son inmóviles, monolíticas, duras como las piedras e impenetrables, porque con el paso de los años la experiencia y el conocimiento se han solidificado de manera sustancial e irrevocable. Su estrategia de supervivencia es la autoindulgencia: no se permiten dudar de sí mismas y aborrecen la crítica y la autocrítica.

Por su parte, las mentes flexibles se parecen más a la arcilla. Poseen un material básico a partir del cual obtienen distintas formas: no son insustanciales (como podría serlo una mente líquida: sin principios ni convicciones) pero tampoco están definidas de una vez por todas como las mentes pétreas. La mentes flexibles pueden avanzar u retroceder, modificarse, reinventarse, crecer, actualizarse, revisarse, dudar y escudriñar en ellas mismas sin sufrir trauma alguno. Asimilan las contradicciones e intentan resolverlas; no se aferran al pasado ni lo niegan, más bien lo asumen de una manera constructiva sin perder la capacidad crítica. Las mentes abiertas muestran una fortaleza similar a la que el taoísmo le atribuye al bambú, de quien se dice que es elegante, erguido y fuerte, hueco por dentro, receptivo y humilde; se inclina con el viento pero no se quiebra. Para los seguidores de Lao Tse, la suavidad y la flexibilidad están íntimamente relacionadas con la vida, mientras la dureza y la rigidez están asociadas a la muerte.

La estructura interna de las mentes estrechas, de acuerdo a las investigaciones, es una maraña de esquemas negativos entrelazados que son un peligro para la salud mental, tanto para quien la padece como para toda la sociedad. Sus contenidos más determinantes son: dogmatismo (creerse el dueño de la verdad), simplicidad cognitiva (incapacidad de integrar información divergente y variada), solemnidad/ amargura (fobia al buen humor y la risa, porque las consideran “frívolas”), normatividad (resignación y conformismo, apego a las reglas y un rechazo furibundo al pensamiento rebelde e inconformista), prejuicio (odiar, segregar y/o agredir a determinadas personas por sus rasgos o creencias) y autoritarismo (abuso del poder y una actitud antidemocrática).

¿Cómo sobrevivir a estos personajes?, ¿cómo hacer que nuestros niños no se eduquen con una mentalidad fundamentalista (mis ideas no son discutibles) y oscurantista (miedo a la cultura/información)? El mejor camino es promocionar y fomentar los componentes psicológicos opuestos a la rigidez: análisis crítico (disposición a revisar las propias creencias y confrontarlas con la realidad y/o la lógica), complejidad cognitiva (ser capaz de utilizar toda la información relevante para comprender los hechos), humor/lúdica (aprender a no tomarse muy en serio a sí mismo), inconformismo (ejercer el derecho a la desobediencia razonada y razonable), imparcialidad (no discriminar a las personas) y pluralismo (aceptar las diferencias civilizadas y convivir con ellas sin reprimirlas ni ofenderse).

El paso de la rigidez a la flexibilidad es un síntoma de madurez y crecimiento personal. Es pasar de una mente primitiva, a una evolucionada, de un sistema de acción limitado a un funcionamiento óptimo, de una mentalidad estancada a una fluida. Pura evolución.

Hubo un momento (posiblemente a partir de una fuerte expansión cerebral que ocurrió hace 500.000 años) en que la mente comenzó su apertura. La inteligencia social se unió a la inteligencia natural hace aproximadamente 100.000 años, y luego se sumó a ellas la inteligencia técnica (posiblemente hace 60.000 años). A partir de allí, y gracias al lenguaje, la historia de la humanidad puede verse como un fenómeno expansivo y progresivo de sus capacidades intelectuales. Desde esta perspectiva evolucionista, la rigidez puede ser considerada como un freno de emergencia, un proceso de estancamiento, conceptualmente regresivo y retardatario.


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Cuatro premisas para un amor racional

Premisas para un amor racional

Un amor racional es aquel que se siente y también se piensa. Es una manera de relacionarse, donde el “ser para sí” y el “ser para el otro” se integra en un “nosotros” saludable. En el amor racional el sentimiento, por sí solo, no basta.

Un amor descerebrado es puro impulso. “Contigo, pan y cebolla” es un viejo dicho napolitano, el cual inspiró la película de los años cincuenta de Marcelo Mastroiani y Sofía Loren, que significa algo así como: “Si te tengo, no necesito nada más”. Afirmación peligrosa para quien quiera buscar su autorrealización. Para estar con los pies en la tierra sería conveniente tener presente las siguientes reflexiones, las cuales confirman que con el amor no basta.

Si alguien duda que te ama, no te ama. A los enamorados hay que frenarlos, no empujarlos. “No estoy seguro” o “Necesito tiempo”, son algunas de las expresiones del titubeo afectivo. Cuando el amor hace mella nos atraviesa de lado a lado como un choque eléctrico, es una evidencia que se sustenta a sí misma, no cabe la duda. En esto se parece al orgasmo: si alguien no está seguro que lo tuvo, no lo tuvo. Otra cosa es decir que no nos conviene, que quiero desenamorarme, que somos incompatibles, así exista afecto. “Te quiero, pero no te amo”: ¿Quién no ha sido víctima de esta frase tenebrosa? Amor subdesarrollado, que no llega, que se achica, que desfallece antes de germinar.

No te merece quien te lastima intencionalmente. ¿Para qué seguir con alguien que nos hace daño? Un amor saludable no exige eso. Amar no es hacer un culto al sacrificio ni negociar los principios fundamentales. Si la persona que supuestamente te ama, te hiere o viola tus derechos, pues su manera de amar es enfermiza. El sentimiento aquí no tiene nada que ver. No se trata de ser un buen samaritano o poner la otra mejilla, un denuncio a tiempo es más efectivo, un alejamiento más recomendable. No solo tenemos que hacernos merecedores del otro, sino que la pareja también debe merecernos. Repito: la dignidad no es negociable, no importa cuantas arandelas amorosas quieran colgarle.

El buen amor es recíproco. Democracia afectiva, equilibrio, amor justo, sindicalizado, bien repartido, no milimétrico pero adecuadamente dosificado. Horizontal dentro y fuera de la cama, ¿no esperar nada a cambio? Eso es para un amor universal, que trasciende el individuo, eso es mística o sentido de vida o misión humanitaria. En las relaciones cara a cara todos esperamos: si eres fiel, esperas fidelidad; si das sexo, esperas sexo; si eres cariñoso, esperarás cariño. Los que creen que pueden vivir con dar y no recibir, al cabo de un tiempo se frustran y deprimen, ya que es natural y congruente con la condición humana buscar un balance interpersonal. Algunas persona solo saben relacionarse desde la explotación o adoptando actitudes de víctima. Todo amor “vertical” está contraindicado.

En el amor hay que aprender a perder. Si no te aman, no hay que insistir, ni suplicar ni tratar de convencer al otro o la otra. Cuando no se es correspondido, lo mejor es matar toda esperanza, porque la expectativa puede hacer que uno se pegue a relaciones tóxicas por años esperando el milagro de una resurrección amorosa que nunca llega. Realismo de línea dura: si no te quieren, a otra cosa, así duela, así haya que pedir ayuda, así la depresión se haga presente. Es mejor sufrir el duelo y alejarse de alguien que no llega al umbral afectivo que necesitas, a sufrir inútilmente un día a día de indiferencia. Lo que se opone al amor no es el odio, sino la indiferencia.

Cuatro premisas sin anestesia. Tratamiento para el alma, ver lo que es, enfriar la cabeza y poner el corazón a buen resguardo. No importa lo que digan los enamorados del amor, el realismo afectivo salva gente y la ubica en un terreno fértil para que el “yo” no se destruya a sí mismo persiguiendo un imposible, así sea en el nombre del amor.


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Para intentar ser feliz, hay que ser realista

para intentar ser feliz, hay que ser realista

Kant afirmaba que la felicidad es la satisfacción de todas nuestras necesidades, es decir, una felicidad tan inalcanzable como angustiante porque viviríamos en un estado de constante frustración. Esta dicha idealizada, paradójicamente, se convierte en un aversivo, ya que la calma se pierde ante una exigencia conceptual desproporcionada y especialmente rígida. “Todas las necesidades…”, es mucho pedir para seres tan imperfectos como nosotros.

La certeza solo existe fuera de este mundo y, a no ser que sigamos a Pascal, la mayoría espera sentirse bien aquí en la tierra: si para ser feliz debo esperar otra vida, pues no tiene sentido plantearme cómo quiero pasarla bien en ésta.

La búsqueda de la felicidad es una aspiración que acompaña al ser humano desde sus orígenes, así le hayamos puesto distintos calificativos a lo largo de la historia. El hombre, de manera consciente o inconsciente, se siente impulsado, tanto hacia el placer voluptuoso, como hacia la tranquilidad del alma, el regocijo sereno y un bienestar que vaya más allá de la turbulencia inmediata de las sensaciones. Los griegos la llamaban: eudaimonismo.

Habría que preguntarse si cuando hablamos de felicidad estamos hablando de un estado, un lugar al cual hay que llegar, un Nirvana, o si más bien nos referimos a un proceso y un camino por dónde transitar, obviamente con sus altibajos inevitables. Una actitud más realista sobre la felicidad implicaría asumir dos premisas: (a) que ella no se encuentra en las metas sino en la forma de alcanzarlas y, (b) que ella no responde al principio del todo o nada (puedes ser más o menos feliz).

Un pregunta que aún no ha sido respondida adecuadamente se refiere a si la felicidad se genera más ante la recepción de estímulos positivos o a ante la eliminación de los estímulos negativos. Según expertos en el tema, cuando en las encuestas los individuos responden que sí son felices, esto no significa que ellos estén constantemente alegres y plenos, sino que no son desdichados. Si alguien ha pasado por momentos adversos y difíciles y en consecuencia se ha sentido profundamente abatido y deprimido, valorará a no sentirse así en el futuro. “¿Usted es feliz?”: “Pues no estoy en la olla, he tenido momentos muy malos y afortunadamente ya he salido de ellos… Estoy bien…”. Una felicidad más modesta, más realista, menos eufórica, más inteligente dirían algunos. Es el placer estático de Epicúreo: agradecimiento de que no haya dolor y una buena dosis de frugalidad que otorga la sabiduría: “Tráeme un queso y un pan que quiero darme un festín”. Estar lejos del padecimiento también es alegría, es una condición necesaria para sentirse feliz o no sentirse desdichado.

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Finalmente, un tercer aspecto surge cuando se estudian las relaciones entre deseo y felicidad. Según Hobbes, el ser humano siempre quiere más y no puede vivir sin desear, pero como el deseo es carencia, solo estaremos motivados si nos falta algo. Dicho de otra forma, si la felicidad es la obtención de todos mis deseos, ¿qué mantendrá mis ganas de vivir, luego de obtenerlos?, ¿dónde encontraríamos reposo? Porque de ser así, habría que estar siempre con la mirada puesta en el futuro, cuando lo que atestiguan las tradiciones espirituales y filosóficas más serias, es que la serenidad que acompaña la felicidad solo se obtiene en el presente. En otras palabras, la estrategia que se recomienda es traer el deseo al aquí y al ahora y quitarle la connotación temporal: desear (disfrutar) lo que se tiene y lo que se esta haciendo.

Dicha realista: establecer una relación inteligente con uno mismo, no andar por la nubes ni sobre exigirse con imperativos irracionales. Yo empezaría por la ausencia del sufrimiento, que ya es mucho, que es una gracia, y como toda gracia, un goce.


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La conciencia de existir

La conciencia de existir

Séneca recomendaba que por las noches, antes de acostarse, había que preguntarse si realmente hemos vivido ese día, porque cada jornada es un regalo. Vivir con las ganas puestas a cada momento, implicados en lo que hacemos y lo que dejamos de hacer.

Seguros y coherentes para que “la fuerza de existir” nos empuje a mantener activo nuestro ser y a evolucionar al máximo. La esencia que nos define jamás se conforma, la “voluntad de poder” induce: queremos ser mejores y perfeccionar nuestro yo; no importa la clase social, la inteligencia o la fama, la naturaleza nos induce a crecer psicológicamente: ser más, si se puede.

“¡He vivido! ¡Con cada parte de mi cuerpo y de mi mente, a cada instante, persistentemente!”. Es la sensación de que nos hemos jugado por lo que creemos, que nos hemos apropiado de lo que somos, a la máxima expresión. Vivir implica estar comprometido con el propio yo, de tal manera que nada importante se nos escape, que cada ilusión y cada sueño cuente: percibir cada cosa con intensidad, recordar con lujo de detalles, fantasear descaradamente, gustar y degustar, sentir de veras, pensar de veras, atentamente, con la vitalidad imprescindible de quien no se resigna a perder. Bajar las defensas y dejar que los cinco sentidos se multipliquen.

Es verdad que no siempre andamos enchufados a la mayor capacidad, pero eso no significa que debamos entregarnos a la apatía del insensible. ¿Dónde está la belleza? Pues en cualquier parte. Tropezamos todo el tiempo con ella, pero no la vemos. ¿Qué puedo descubrir si estoy encerrado en mí mismo, esperando el nirvana o algún paraíso perdido? El sabio no busca la eternidad, ya habita en ella. Insisto: el plan es bajar los umbrales sensoriales para que la experiencia entre y nos sacuda. La gente se resigna al letargo, a la parálisis de los sentidos que ya parecen callos.

Haber vivido cada día de verdad es también reafirmar los papeles que hemos aceptado llevar a cabo. Si soy padre, pues seré un padre con mayúsculas, un buen padre, un padre dispuesto. Si soy esposo o esposa, pues me lo tomaré en serio y haré que mi pareja reconozca positivamente mi presencia. Si voy a trabajar en algo, trabajaré lo mejor posible. Si soy hijo, pues no lo seré de tanto en tanto, abrazaré a mis padres como si fuera el último día. El yo es información organizada sobre lo que pienso, hago y siento, sobre las aquellas creencias, motivaciones y valores más arraigados, que necesitan actualizarse y revisarse para no perder la identidad y fortalecerla.

¿Quién puede decirse a sí mismo, honestamente y con plena certeza: “he vivido”? No muchos. Unos pacientes me decían que vivían a ratos, porque la mayor parte del tiempo los invadía un sentido de despersonalización, es decir, cierto desconocimiento de quienes eran. La automatización, el hábito que se repite obsesivamente, no es vida. Vivir requiere de cierta audacia y bastante experimentalismo: vive quien corre riesgos saludables, los demás vegetan. Alguien afirmaba: “No soy yo el que vive… Soy un espectador de mí mismo…”. Fragmentación del ser que no se reconoce, que no se registra en lo íntimo, que se pierde en la sombra que se persigue a sí misma.

Resignarse a lo que no nos gusta, a lo que afecta nuestros principios, a lo que no va con uno, es quitarle fuerza a la vida; es vivir menos, es conformarse con otro yo que internamente se violenta y se apaga. Vivir no solo es respirar, es hacer revoluciones, crear utopías de todo tipo, renovarse, recrearse, vencer los miedos, superar las dudas, y muchos etcéteras más. Seneca tenía razón, si hemos vivido hoy, queremos repetir mañana.


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El placer es el «ya», y el deseo, el «después»

El placer es el "ya", y el deseo, el "después"

Deseo y placer. La mente los mezcla en una dimensión temporal y se confunde. El deseo es el placer proyectado en el tiempo, la anticipación de la alegría, el goce o la felicidad. El placer es el “ya”, y el deseo, el “después”.

Presente y futuro. Pero si el desear es un acto determinado por la carencia, por lo que no tenemos y añoramos obtener, cabe preguntar: ¿en qué se convierte cuando lo alcanzamos? Ya no sería privación o escasez, ya que estaríamos haciendo uso del objeto del deseo, degustándolo, consumiendo y agotándolo. Una vez llegamos a la cima, ya no vemos la cima. En ese momento, la psiquis transforma la avidez augurada, en placer contante y sonante. Una vez saciados, a otra cosa, hasta que el deseo empuje de nuevo para eliminar el aburrimiento. Parecería que para el deseo no hay presente, su dinámica fluctúa entre el recuerdo de las sensaciones vividas y la expectativa de concretarlo. Cuando pasa por el presente, no lo identificamos con claridad.

Epicúreo fue el que más se aproximó a una comprensión verdadera de este juego tiempo/placer. No solo lo conceptualizó, sino que lo puso en práctica. Para él y sus discípulos hedonistas, el “goce de vivir” fue el “arte de vivir”. El bien supremo no era la virtud en sí misma, sino el placer saludable y la felicidad asociada. Epicúreo deseaba lo que tenía, las “ganas” se convertían en potencia de vida, en autorrealización, en una fuerza por existir cada vez más, sin mojigatería ni doble moral. Es decir: era un modo de vida, como diría el filósofo Pierre Hadot.

Un punto del epicureísmo que me parece vital, es la diferencia que se establece entre el placer cinético (causado por un estímulo que llega, nos impacta positivamente y/o cubre una necesidad: tengo hambre y tomo alimentos, tengo sueño y duermo, estoy bajado y pruebo estimulantes) y el placer estático (el disfrute reposado y pacífico, el placer fundamental) que se obtiene cuando estamos en una situación “sin dolor”, debido a que el aversivo desparece o se controla y el balance interior ha sido recobrado. El estado estático ideal, el del hombre sabio, ocurriría cuando se logra disfrutar de “la ausencia de una necesidad” bastante tiempo después de que el dolor se ha ido: por ejemplo, el placer de no tener sed, sueño, hambre, ansiedad, de no estar solo, enfermo o en desamor. En fin: el agrado del “no”.

Pero como resulta obvio, esta ausencia del malestar suele pasar desapercibida por nosotros, a no ser que sea reciente. Nadie está feliz porque no tiene una espina clavada o no le duele una muela, si eso le ocurrió hace años o meses. Nadie se alegra de “estar sano”, si no acaba de salir de una enfermedad (se nos olvida muy rápido por lo que pasamos). Pocos agradecen tener una buena pareja, un buen trabajo, unos buenos hijos, amigos y estar vivo, simplemente por que sí. Nos acostumbramos a la ausencia de dolor, al estado simple y maravilloso de estar sin la tortura. No niego que haya estímulos que nos sacudan, y que si no son dañinos conforman el picante de la vida, pero lo otro, lo ya resuelto, lo cotidiano, el sosiego que habitamos por no estar hambrientos, sin achaques o sin padecimientos en general, lo ignoramos. Lo damos por hecho. Creamos una amnesia al “placer del no sufrimiento”, quizás porque sea una felicidad que entra por la puerta de atrás. Estar atentos a los placeres estáticos, que son miles, haría que la alegría de vivir fuera inmensa: desearíamos y disfrutaríamos lo que tenemos, no solamente lo que quisiéramos tener. Recuerdo un señor sobreviviente de la guerra civil española, que había decido mantener activo el placer de una comida digna y un buen vaso de vino después de las angustias pasadas. Cada almuerzo y comida se le veía sonreír para sí.

Algunas religiones cuentan con ritos de “agradecer a Dios” que pueden ser vistos como una forma de atención consciente a la dicha estática. Queda claro que no hablo de resignación o abandono de sí mismo. No me refiero a reprimir el placer, sino a ampliarlo hasta abarcar el presente. Traer el deseo al “aquí y el ahora” es resaltar la dicha que conservamos y no vemos. La serenidad de la mente es una condición que permanece más allá de estímulo-respuesta. Se trata de sentir la plenitud del ahora, el placer de un reposo auténtico donde la percepción del “no dolor” sea cada vez más consiente. Algunos hablan de gratitud.


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¿Puede liberarse la mente?

¿Puede liberarse la mente?

En el atolladero que nos encontramos no parece haber salida. La globalización, las megatendencias y el ciberespacio nos atrapan como las arenas movedizas, cuanto más intentamos salir, más nos hundimos.

Este desorden existencial, esta Matrix vivencial que nos aleja de nuestra propia realidad, la que queremos construir en libertad y uso de nuestras facultades menos condicionadas posibles, no es fácil de ubicar, porque al ser parte de ella, nos confundimos en la maraña. ¿Dónde está la salida del laberinto?, ¿Hacia dónde dirigirnos? Una de las opciones facilistas parece ser la del consumismo y la compra de felicidades pasajeras. El deseo ocupa la mayor parte del menú y sus manifestaciones son cada vez más variadas, por eso las nuevas adicciones suelen ser tan extrañas (internet, amor, celular, belleza, potomanía –adición a tomar agua para “adelgazar”-). Necesitamos cada día más formas de satisfacciones inmediatas, desechables y cambiantes para mantener el cerebro en un estado de aparente equilibrio. Siguiendo a Epicúreo, el placer que añoramos es el “cinético” (que llega intempestivo, nos chuza y se aleja hasta que otra carencia lo llame nuevamente) y no el “placer” estático que surge de la ausencia del dolor, de estar simplemente bien, sin el malestar a cuestas (no estoy enfermo, no tengo sueño, no tengo hambre o estoy sano, estoy despierto, estoy alimentado). Dicho de otra forma: no vivimos la alegría de no estar sufriendo, no atendemos a ese estado, sino al placer que llega del alivio. No somos consientes del bienestar que genera la salud en reposo y preferimos concentrarnos en el impacto del refuerzo positivo. No procesamos la felicidad del reposo o la felicidad en acto, que sugería Epícteto, deseamos más la estimulación, que la ausencia de ella; ruido, más que el silencio. Los momentos de soledad angustian a muchas persona presa del consumismo, porque a solas deberán adentrarse en sí mismas, afrontar la propia identidad generalmente fragmentada por los intereses creados desde afuera. Habitar el mundo, es también ocuparse de uno y ver el “yo” desde adentro.

La mente libre se opone a la subyugación y a perder el norte. Es rebelde, promueve la contracultura y se reafirma en una forma de resistencia individual, que aunque no cambie de manera radical al mundo, al menos permita elegir sensatamente. No busca el nirvana ni la beatitud, se conforma con ser ella misma, con gobernar su mundo interior y dejar por fuera lo que la destruye. Siguiendo algunas enseñanzas de la antigüedad, que han permanecido limpias, al menos en sus fundamentos, yo diría que una mente libre promueve o se apropia de tres aspectos:

• La ataraxia o tranquilidad del alma, serenidad, no ansiedad o preocupación. La imperturbabilidad del ánimo o la menor turbulencia posible.

• La autarkeia o autonomía, independencia, el autogobierno, la libertad de orientar la propia vida como se nos de la gana, hacerse dueño de ella

• La apatheia o impasibilidad e indiferencia a todo aquello que pueda poner las pasiones y las emociones negativas fuera de control.

Las tres unidas forman un bloque de oposición a la despersonalización, una vacuna que facilita la reorientación del yo. Poder estar anclado en uno, sin perderse como una rueda suelta en universo de la oferta y la demanda, dignifica. Si logramos alejarnos de las necesidades vanas, ordenar los deseos sin que nos dominen y eliminar los temores irracionales, estaremos muy cerca de la liberación interior.

La mente libre no es un estado, sino un movimiento dinámico que va reacomodándose sobre la marcha, es un proceso vivo y creativo, especialmente sensible, que orienta el organismo hacia fines saludables. La mente libre es fiel a sus talentos naturales, no se deja seducir fácilmente y ejerce el derecho a decir no. Y por hallarse en una elaboración constante, está muy cerca de la sabiduría, así no logre alcanzarla nunca. El sabio ya sabe vivir, la mente libre esta en condiciones de aprender a vivir y a resistir. Es un estadio previo a la plenitud, por decirlo de alguna manera. Una diferencia de grado infinitamente complejo y bellamente simple. La mente libre es el umbral, luego sigue el salto.


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El valor del emigrante

El valor del emigrante

El emigrante, al igual que el caracol, lleva su casa a cuestas. Un mecanismo de supervivencia se activa para no dejar ser lo que uno es: las costumbres, los hábitos, los ideales o el idioma, adquieren importancia.

El emigrante rescata lo esencial y lo conserva, a pesar del medio que generalmente lo obliga a transmutarse y despersonalizarse. Pero es irremediable, hay que mantener la identidad a lo que de a lugar, para que al sentirse “distinto” (no necesariamente discriminado) no perdamos la autodeterminación. La identidad se mantiene básicamente creando formas de estar y habitar el nuevo mundo manteniendo el estilo original del sí mismo, que no siempre es fácil.

El emigrante, por un impulso gregario natural, tiende a agruparse con los suyos, que no siempre significa autoexclusión. Crea cofradías, barrios, calles, clubes, mutuales, mini ciudades, organizaciones o cualquier otro hacer grupal que lo mantenga atado a su comunidad. Nuevas preguntas sobre el sentido de la existencia comienzan a aparecer: ¿Quién soy en realidad?, ¿Qué quiero de la vida?, ¿Qué me define?, ¿Cuáles son mis puntos de referencia cognitivos y emocionales? El emigrante es un filósofo de la colonización, un transeúnte existencial que no quiere perderse en la muchedumbre de una globalización que lo absorbe y diluye.

Los emigrantes deben enfrentarse a una doble resistencia al cambio: la propia y la ajena. Propia, porque no le gustarán muchas cosas que deberán acatar para ser aceptados y ajena, porque quienes juegan de locales deberán abrir sus mentes al recibirlo. Para el visitante, lo nuevo resulta casi siempre desconcertante. Tendrán que traducir infinidad de códigos sociales y procesar muchas reglas implícitas sobre lo que está bien y lo que está mal visto, sobre lo que se puede y no se puede hacer. Un emigrante es un viajero moral, un poblador de éticas inéditas que lo envuelven y cuestionan profundamente.

La palabra “extrañeza” creo que describe bastante bien el impacto psicológico del recién llegado. Mi madre alguna vez me contó que cuando desembarcó en Buenos Aires a principios de 1952, de inmediato extrañó el olor a Nápoles. Fue lo que primero le impactó. Dice que yo, siendo un bebé de pocos meses, hice una mueca de desagrado. Así lo percibió ella. El puerto napolitano no olía igual al del Río de la Plata. La nostalgia se manifiesta inicialmente por lo más básico: las vías olfativas y gustativas. Y luego la mirada del otro: biología y attachment afectivo. Si recibes sonrisas, buen humor y aceptación de tu raza y tradición, la nostalgia será más soportable. El emigrante es un catador de memorias.

La Argentina siempre fue un país de puertas abiertas. Mis padres, mis tíos y toda la parentela, aunque seguían añorando a Italia, aprendieron a querer “La América” ya que siempre fueron tratados con respeto. Nunca los hicieron sentir extranjeros, así hablaran una media lengua rara de dialecto y lunfardo. Aún hoy después de medio siglo, Argentina (similar a algunos países de Latinoamérica) te reciben sin visa ni sospechas. A los italianos se les decía cariñosamente “tanos”, tal como me dicen hoy mis amigos del sur; a los españoles, “gallegos”. Cada quien tenía un apodo, un sobrenombre amable, jamás displicente. Pero aún allí, en la holgura de las pampas y la admiración callada de los que nos veían descender de los barcos, los emigrantes seguían aferrados a sus baluartes esenciales y a sus gustos. Hasta el día de su muerte, mi padre insistía en que la sandía italiana era más roja, el melón más jugoso y el puchero argentino comida para chanchos. Mi madre no dejó de decir hasta el final, que el cielo de Nápoles era más azul.

Un país que exija a los extranjeros perder sus costumbres como condición para recibirlos está condenado al asilamiento cultural y al odio. Yo se que la casa se reserva el derecho de admisión, pero es que aquí la casa es el planeta y el que llega no entra a un restaurante a disfrutar de un banquete, casi siempre lo hacen movido por condiciones extremas. Existe una ciudadanía inamovible que va más allá de los papeles membreteados o el documento nacional de identidad que a nadie se le puede arrebatar, y es la historia a la cual uno pertenece, el tono afectivo de los valores y necesidades con los que ha sido educado. Ese es el hogar que llevamos dentro, que no tiene porque ser frontera.