enero 2022 - Walter Riso
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Amores altamente peligrosos

Amores altamente peligrosos

No todas las formas de amar son aceptables, simplemente porque haya amor de por medio.

Se nos ha dicho que aceptar la manera de ser de la pareja es un requisito imprescindible y necesario para que la relación prospere, sin embargo, esta premisa es válida siempre y cuando el estilo del otro no atente contra mi seguridad física y psicológica. Esto que parece obvio, no lo es tanto para muchos enamorados del amor que con espíritu masoquista y miedo a quedarse solos apelan a la técnica del “perismo”, un mecanismo de autoengaño que intenta mermar la cosa y diluirla en disculpas de todo tipo: “Es agresivo, pero yo se manejarlo”, “Me ha sido infiel, pero se que cambiará”, “No expresa afecto, pero es su manera de ser”, “Es demasiado desconfiado, pero yo no le doy motivos”. “Peros” y justificaciones por todas partes, evitación llevada a su máxima expresión. Aceptemos que algunas disculpas puedan tener fundamento, no obstante, si la felicidad de la persona que amamos es inversamente proporcional a la nuestra, algo anda mal. Si para que seas feliz, debo inmolar mi yo, tu “manera de amar”, ni me conviene ni me apetece.

Los estilos afectivos son formas de procesar, vivir, sentir y pensar el afecto. Este procesamiento surge de cómo me veo a mi mismo y como percibo a los demás y al mundo. En esta conjunción de datos, la mente crea un estilo que tenderá a utilizar en todas las relaciones. Son rasgos de personalidad, perfiles afectivos que definen un modus operandi, una dinámica del intercambio emocional. Si estos modos de procesar la información son distorsionados y están influidos por creencias irracionales, la propuesta será insensata e impedirá un acople y un acuerdo entre las partes. Por ejemplo, un individuo paranoide se verá a sí mismo como vulnerable a los ataques de los demás. Percibirá el mundo como un lugar demasiado peligroso y a la gente como esencialmente mala. Esta visión de la realidad propia y ajena lo llevará a estar a la defensiva y listo para el contra ataque. Será así en todos los órdenes de la vida, incluso en lo afectivo. Pensará que su pareja quiera aprovecharse de él (en el caso de la personalidad paranoide son más hombres que mujeres), que le será infiel, que es mejor no entregarse afectivamente porque ello implicará bajar la guardia y quedar a merced de las malas intenciones del otro, sentirá un impulso irrefrenable por vigilar, escudriñar, revisar y monitorear cada comportamiento de la persona que dice amar, mantendrá oculta información que considere relevante, en fin, montará un búnker defensivo totalmente incompatible con un amor saludable y cuya victima será la mujer investigada: esposa, novia o amante. Incluso los hijos pueden entrar en la lista negra. ¿Cómo amar tranquila y felizmente a quien desconfía de ti y solo establece un vínculo tan suspicaz como ofensivo?

Los amores tóxicos no son casos aislados en un hospital mental, ellos y ellas andan entre nosotros con su patología a cuestas, tirando redes y captando adeptos amorosos. ¿Quién se engancha a estas propuestas?: aquellos o aquellas cuyos déficit son aparentemente subsanados por el que sustenta el amor tóxico. Por ejemplo, las personas desconfiadas suelen ver en el paranoide la posibilidad de establecer una curiosa forma de alianza estratégica para protegerse del mundo hostil. De manera similar alguien tímido y muy introvertido percibirá el asilamiento social del sujeto vigilante como una feliz coincidencia. El problema ocurre al poco tiempo, cuando una vez enganchados, la pesadilla del control persecutorio hace su aparición.

Es mejor prevenir que curar y tomar consciencia antes del flechazo. Es claro que con el amor no basta, hay que sopesar ventajas y desventajas y sobretodo saber si algunas propuestas afectivas pueden realmente hacernos daño. No digo que nos volvamos obsesivos, más bien se trata de una alerta naranja, al menos hasta que los candidatos muestren sus cartas. Y entonces: si todo transcurre adecuadamente y no se ven moros en la costa, poner el pie en el acelerador, pero si la cuestión no pinta bien, frenar en seco y bajarse, sin culpas ni miramientos.


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El culto al dinero

El culto al dinero

Algunos coleccionan billetes como si fueran estampas, se identifican con el patrimonio y sus riquezas en un oscuro proceso de fragmentación del yo. Juntar dinero de manera obsesiva y compulsiva es una adicción como cualquier otra, que afecta el bienestar psicológico del que atesora. Si la gente vale por lo que tiene se pierde el lado humanista de la existencia: “Me siento orgulloso de mi automóvil, de mi lujosa casa, de mi ropa…”. ¿Y qué hay de uno mismo? No exageremos, estar contentos por algunos privilegios, es una cosa, pero creer que la valía personal está en las marcas que me cuelgo o en el celular ultima generación que muestro a diestra y siniestra, ya es haber perdido el norte. Los que han sido infectados por el virus del hiperconsumismo viven en un limbo difícil de contrarrestar. Sería inútil explicarles que las cosas que obtienen no son ellos, que ellos son mucho más que las mercancías que consiguen, que si te felicitan por las cosas materiales que posees solo significa eso, que te rodean objetos agradables y confortables, pero que no tienen nada que ver tu ser, así te creas el cuento del estatus.

Séneca, en las Epístolas a Lucilo (Libro IX, 80, 10), se refiere a la “Superioridad de la vida del alma” y a “La felicidad en la pobreza”. No es que haya que estar por debajo de la línea de pobreza absoluta para ver el Nirvana o sentir el Paraíso, simplemente alerta sobre el delirio de grandeza que inspira el apego a la riqueza. En sus palabras: “Si quieres sopesarte a ti, deja aparte el dinero, la casa, los honores; contémplate a ti mismo en tu interior; ahora tu valía la juzgas según el criterio ajeno”. En otras palabras: si te sopesas mal, empezarás a competir y compararte con todo el mundo, porque si tu autorrealización depende de la declaración de renta y los bienes disponibles, verás en cada ser humano un contrincante potencial. Cuando tu amigo se compre una finca, querrás una igual o mejor (asi no te guste mucho el campo); cuando tu amiga reforme la cocina, ya no te gustará la tuya; si alguien cercano se muda a un sector más “clasudo”, ya no te agradará el barrio donde estás ahora. Tus señales de seguridad no dependerán de ti.

El culto al dinero nos ubica en lo superficial, en las necesidades banales, en el sueño de una fastuosidad que nunca llega o, si llega, no dejará de hacerlo con una carga ineludible de estrés y miedo a perder lo que se obtuvo. Séneca también afirma que podemos buscar algunos bienes con decoro, sin desesperación, disfrutarlos mientras los tenemos, pero sin perder de vista que estamos dispuestos a prescindir de ellos en cualquier momento. El siguiente ejercicio es útil: poner algunos objetos de valor sobre la mesa y quedarse un rato mirándolos, sin recelo y sin vanagloriarse, solo mirarlos para luego decirse con toda honestidad: “Yo los tengo a ustedes, ustedes no me tienen a mi”. El afán por la riqueza nos lleva a distorsionar las posibilidades reales de conseguir lo que deseamos, como querer comprar amistades, amor, respeto, dignidad y otros intangibles que simplemente no tienen precio.

En situaciones límites cuando la propia vida pende de un hilo, cuando algún ser querido esta en peligro, cuando nos quedamos solos o cuando se derrumba lo vital, nuestras posesiones pierden todo sentido, su valor decrece hasta la mínima expresión. No digo que hay que vivir debajo del puente, lo que pretendo es decir lo que todos de alguna manera ya sabemos, pero evitamos enfrentarlo. La psicología moderna ha demostrado, sin dudas, que las motivaciones internas, son mucho más satisfactorias y beneficiosas que las motivaciones externas. Estar bien con un mismo, con la gente que amamos, en armonía con el cosmos, habitar la cotidianeidad relajadamente, eso es lo importante. Tener metas proporcionadas, donde lo externo sea un soporte para desarrollar las propias fortalezas, y no a la inversa. Recuerdo una anotación hecha por el historiador Diógenes Laercio hace poco menos de dos mil años, en la cual señala que luego de inspeccionar varios puestos de venta, Sócrates solía decir sorprendido: “¡Cuántas cosas no necesito!”.


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Resistencia a la tentación y culpa

Resistencia a la tentación y culpa

No cabe duda que el autocontrol bien administrado y regulado sea una virtud y una competencia que permite relacionarse mejor con uno mismo y los demás. Si no caemos en el extremo de la constipación psicológica y afectiva, tener la impulsividad bajo vigilancia nos evita muchas complicaciones.

Sin embargo, no todas las formas de autocontrol son saludables, ya que muchas de ellas conllevan mecanismos y procesos perjudiciales para la mente y el desarrollo de nuestras fortalezas.

Con el fin de que la gente acate las normas preestablecidas que se consideran deseables, la cultura y los métodos de enseñanza que de ella se desprenden suelen hacer uso, al menos, de dos formas de control externo.

La primera es la resistencia a la tentación, la cual consiste en crear miedo a violar la normativa. Los que siguen esta pauta suelen hacer uso de un estilo educativo donde se castiga psicológica o físicamente al niño si hace algo inadecuado o no cumple las ordenanzas familiares, escolares o sociales. Si no se respeta lo prohibido, llega el aversivo, el dolor o la molestia, de tal manera que, con el tiempo, pensar en “actuar indebidamente” generará una serie de manifestaciones psicosomáticas (sudor, taquicardia, desasosiego, ansiedad) debido a la anticipación del castigo. El pensamiento inhibidor es como sigue: “No haré tal cosa porque me lastimarán si lo hago”. Es el caso del ladrón que no roba por miedo a la pena, pero si estuviera seguro de que jamás lo pillarían, no dudaría en robar. Esta forma de autocontrol puede ser efectiva para quienes violan la ley, pero es precisamente el dominio de sí mismo que se espera de un proceso enseñanza-aprendizaje saludable, ya que la “evitación de la falta” se centraliza en la sanción y el escarmiento que se recibirá y no en la creencia del comportamiento correcto. Insisto: nadie niega que debe haber penas por los delitos cometidos, lo que quiero señalar es al mecanismo interno que impide la acción, su lado preventivo. Es menos contraproducente y más eficiente como método pedagógico crear valores basados en convicciones cognitivas (“No hago esto porque va en contra de mis principios o porque no lo creo correcto”), que pegarse al miedo anticipado.

La educación por culpabilidad transita un camino similar, aunque lo punitivo es más sutil. Por ejemplo, si un niño comete una falta, los adultos cercanos pueden mostrarse decepcionados, tristes, dolidos. La estrategia consiste en hacer que los padres se “sientan bien” si el niño pide disculpas y se autocastiga de algún modo. Ni bien el infante acepta compungidamente que se portó mal, que cometió un error, que ha sido un estúpido o que se arrepiente profundamente (algunas veces debe reconocer que es sucio o malo), los educadores cambian su actitud inquisidora, sonríen, se ven alegres, agradecen y refuerzan directamente, de forma verbal y/o física. Así, con el tiempo, esta forma de relacionarse produce el siguiente imperativo: “No me comportaré inadecuadamente, porque no quiero arrepentirme luego: prefiero controlarme a sentirme culpable”. Si en la resistencia a la tentación el miedo es al castigo físico y/o psicológico, en la educación por culpabilidad, el temor es al sentimiento de culpa.

A través del castigo y el dolor no se interioriza nada nuevo, solo se aprende a evitar lo que es negativo para uno. El castigo sistemático e indiscriminado interfiere la comunicación y la víctima tiende a asociar al castigador con las sensaciones de angustia. Algunos dirán que “una pizca” de culpa y miedo a la sanción es recomendable a veces, y es posible que así sea, pero el tema no solo es de “cantidad” sino del manejo que se hace de la misma. Existe una culpa racional, no autodestructiva, que me lleva a reparar la falta y existe un miedo racional y objetivo, que me permite alejarme de lo que verdaderamente es peligroso. La pregunta es si el autocontrol que inculcamos a nuestros niños es tan racional y objetivo como pretendemos. La reflexión queda abierta.